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domingo, 16 de mayo de 2010

La Ascensión: Entre el cielo y la tierra...

Lucas 24, 46-53

Dijo Jesús a sus discípulos:
—Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Y vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

Celebramos hoy la solemnidad de la Ascensión de Jesús, como culmen de todo su camino por el mundo.
Jesús ha vivido por tierras de Palestina, ha pasado por pueblos, aldeas y ciudades anunciando el Evangelio, ha manifestado el Reino de Dios con sus curaciones, ha reunido a su alrededor una comunidad (no sólo un grupo) de discípulos, y los ha instruido. Jesús ha hecho todo esto para cumplir la voluntad del Padre, que lo envió; se ha implicado a favor de los más débiles, ha criticado en voz alta a los opresores, ha acogido a los pecadores y marginados a la vista de todos. Jesús no ha vivido al margen de su sociedad y de su tiempo; se ha comprometido con toda su persona, sus enseñanzas, sus actos poderosos y también sus actos simbólicos (recordemos la expulsión de los mercaderes del templo, que tantos problemas le causó). No vivió aislado, él y su doctrina, como un sabio o un ermitaño. Jesús amó profundamente a la humanidad, pero no con un amor abstracto y general: amó profundamente a su pueblo, a los que sufrían; los veía «como ovejas sin pastor». Hasta se implicó afectivamente, se le conmovían las entrañas de cariño por aquellas gentes a las que veía sufrir.
Y finalmente sufrió con ellos y por ellos, hasta dar la vida, toda la vida, amando incluso a sus enemigos y perdonándolos. Su vida acabó en el acto más grande de amor, en la cruz, ajusticiado como un delincuente.
Este camino de la vida de Jesús, visto desde fuera, acabó en fracaso. La conclusión aparente es que no vale la pena entregarse por amor, no vale la pena amar tanto.
Pero el Padre Dios intervino resucitando a Jesús de entre los muertos, y levantándolo al cielo. Ésta fue la gran experiencia de los primeros cristianos: las mujeres que habían acompañado a Jesús, los apóstoles, los más cercanos a él. Fue una experiencia inesperada e imposible de inventar. Jesús vivía, estaba vivo de una forma distinta, nueva y plena. El mismo Jesús que ellos habían conocido, ahora se les manifestaba como el Señor resucitado. Por tanto, la vida, el amor y la entrega de Jesús no habían sido un fracaso, a pesar de todas las apariencias. Dios mismo había intervenido a favor de su Hijo.
Los cristianos creemos, por tanto, que a pesar de las apariencias, la vida de Jesús sí tuvo sentido; entregarse por amor tiene sentido; dar la vida tiene sentido.
Jesús nos muestra el camino de su vida y nos dice: «Seguidme», «amad como yo», «venid detrás de mí, con vuestra cruz de cada día», «dad la vida como yo».
Pero, ¿cómo podemos nosotros, con nuestras imperfecciones y nuestras mediocridades, nuestras luces y sombras, seguir el camino del amor pleno que Jesús recorrió? No podríamos si estuviésemos solos, pero Jesús no nos deja abandonados, nos promete el Espíritu Santo, la fuerza de Dios que nos ayuda a vivir en plenitud el Evangelio.
La solemnidad de la Ascensión nos recuerda que nos movemos siempre entre el cielo y la tierra. En el cielo, en Dios, tenemos nuestra esperanza y nuestro futuro; en la tierra, en la vida presente, tenemos nuestro trabajo y nuestro camino que recorrer como hizo Jesús.
No podemos olvidarnos de la tierra y desear sólo el cielo, porque entonces Dios nos dice: «¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» El cristianismo sería una religión para personas que viven fuera de este mundo. La gente nos miraría y no nos entendería, no seríamos ningún testimonio para ellos.
Tampoco podemos olvidarnos del cielo, de Dios, y vivir sólo para la tierra, porque entonces podríamos hacer muchas cosas, pero acabaríamos exhaustos sin saber por qué las hacemos, sin recordar que es Dios el que nos envía y nos da la fuerza, que es él quien construye el Reino.
Vivamos por tanto esta difícil tensión, este delicado equilibrio de «estar en el mundo sin ser del mundo». Impliquémonos intensamente en las necesidades del mundo, en la construcción del Reino de Dios, pero no perdamos de vista la meta, la esperanza de la intervención definitiva del Dios que es amor, vida y salvación.

2 comentarios:

  1. me ha encantado tu comentario de este dia, siento no poder añadir nada nuevo en esta parte tan importante del catolicsmo. Solo me pregunto como seria fisicamente ese cristo resucitado y ue despues ascendio a los cielos para que tubiera las marcas de la pasion y sin embargo sus propios amigos intimos no los pudiera reonocer, aunque despues si. ¿seria cuestion de que dios de alguna maneralos cegó y despues le quito la ceguera, para ue entendiramos todo mejor?.
    Cristo asciende a los cielos, pero sin dejarnos solos, esta en todas partes, donde se le rece ahi esta el, podemos hablar con el sin necesidad de moviles, ni cartas, ni niguna otra manera, solo con el pensamiento.

    p.d.:siento la tardanza en opinar, pero ultimamente no ando muy inspirada

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  2. Gracias Andrómeda.
    No sambemos cómo sería físicamente Cristo después de la resurrección, porque los evangelistas no nos han querido dar esos detalles. Sencillamente, no les interesaba.
    Para ellos lo importante era expresar la experiencia de los apóstoles para que la viviésemos también nosotros. Los detalles que (según ellos) a nosotros no nos servían, no nos los contaron.
    Jesús resucitado no es como Lázaro, o como la hija de Jairo, o el hijo de la viuda de Naim; ellos volverían otra vez a morir, pero Jesús no.
    Podemos expresar esto diciendo que Jesús resucitó con un "cuerpo glorioso", aunque tampoco es que esta expresión solucione el problema.
    En definitiva, Jesús está realmente vivo, vivo de otra manera, vivo de una manera plena; eso es lo que los evangelistas nos insisten. No es un simple recuerdo ("Jesús está vivo en nuestros corazones cuando lo recordamos"), ni es un fantasma, un alma sin cuerpo que vaga por el mundo. Jesús vive, se manifiesta en su comunidad, actúa en ella, le da fuerzas, ánimos y esperanzas. Y podemos encontrarnos con él realmente a través de la eucaristía, de la Palabra, de la comunidad, de los pobres, de la vida de cada día.

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