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domingo, 30 de mayo de 2010

Domingo: La Trinidad

Juan 16, 12-15

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
—Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo, hablará de los que oye y os comunicará lo que está por venir.
»Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.

«En cierta ocasión en que san Agustín se hallaba en África, mientras iba paseando por la orilla del mar meditando sobre el misterio de la Trinidad, se encontró en la playa con un niño que había hecho un hoyo en la arena con una pala. Con la pala recogía agua del mar y la derramaba en el hoyo. San Agustín al contemplarlo se admiró, y le preguntó qué estaba haciendo. Y el niño le respondió: “Quiero llenar el hoyo con el agua del mar”. “¿Cómo?” dijo San Agustín, “eso es imposible, ¿cómo vas a poder, si el mar es grandísimo y ese hoyo y la pala muy pequeños?”. “Pues sí podré”, le contestó el niño, “antes llenaré el hoyo con todo el agua del mar que tú comprendas la Trinidad con el entendimiento”. Y en ese instante el niño desapareció."»

Cuando hablamos de Dios, hemos de reconocer que lo conocemos sólo en parte. Si en las relaciones entre personas, nunca nos llegamos a conocer del todo, y siempre podemos sorprendernos, más aún sucede si queremos hablar de Dios.
Dios es un amor que siempre nos supera, que siempre nos sorprende. Tan sólo podemos atisbar, intuir un poco quién es y cómo es.
Dios ha querido mostrarse, revelarse, ha querido que lo conociésemos. Sólo por eso podemos tener la osadía de decir algo sobre él, porque él mismo se nos ha manifestado a las personas a través de Jesús como Dios uno y trinidad.

Jesús nos habló del Padre, origen de la creación, origen del Amor, origen de él mismo. Nos dijo que el Padre nos amaba, que desde el principio todo lo hizo por nosotros, que hasta le envió a él por nuestra salvación.
Para los cristianos, creer en Dios Padre no es una cuestión de filósofos, significa que todo tiene sentido, que el universo tiene sentido, que mi vida tiene sentido, que todo está basado en el amor. el mundo existe y las personas existimos por amor, por un amor tan grande e inmenso que es imposible de imaginar.

Los cristianos descubrimos en Jesús que Dios mismo vino a visitarnos. Que, siendo un hombre como nosotros, era también Dios mismo. Que Dios quiso hacerse uno de nosotros para nuestra salvación, para enseñarnos el camino del amor, de la felicidad auténtica. Él nos mostró con palabras y con su vida cómo es este camino: entrega pura, donación total, confianza y esperanza hasta el final.

También nos habló de Jesús del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Porque Dios mismo está dentro de nosotros, más dentro que nosotros mismos. Decía también san Agustín que él buscaba a Dios fuera de sí mismo, y que lo encontró dentro de sí.
El Espíritu Santo es la fuerza de Dios que nos hace crecer,que nos hace caminar por la vida, que nos da esperanza y energía para seguir adelante. Dios es tan inmenso que nos supera, pero a la vez nos quiere tanto que se hace íntimo a nosotros.

Después de todas estas palabras sobre Dios, sólo podemos decir humildemente que sabemos muy poco sobre él. Pero quizá sí sepamos lo más importante: él viene a nuestra vida y nos dice: «Te quiero». El Dios inmenso y poderoso, uno y trino, creador del universo, viene a nosotros y nos susurra: «Te necesito.» «Quiero que vivas feliz.» «Quiero que creas en el amor.» «Deja que me quede contigo y verás cómo tu vida se transforma.»
Dios todopoderoso es capaz de quedarse a las puertas del corazón pidiéndonos permiso para entrar:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta cubierto de rocío
pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el Ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, Hermosura Soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!

(Lope de Vega)

domingo, 23 de mayo de 2010

Domingo: Pentecostés

Hoy, día de Pentecostés, traemos un comentario de la primera lectura, en vez del Evangelio, porque narra el suceso de la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia con estilo simbólico y sugerente.
Hechos de los Apóstoles 2,1-11

Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban:
—¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oye hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.

Según nos lo cuenta Hechos, al principio estaban todos juntos, reunidos, los discípulos y amigos de Jesús. Se apoyaban mutuamente, rezaban juntos, compartían su tiempo, recordaban a Jesús.
Pero todavía no habían salido a anunciar al mundo el Evangelio, la buena noticia. Jesús les había enviado a predicar, pero antes debían esperar el don de Dios, el regalo de Dios.

La lectura describe la llegada del Espíritu con imágenes impactantes: el ruido del viento, lenguas como de fuego sobre sus cabezas, predicación en múltiples lenguas a todos los pueblos... Son símbolos. No debemos pensar que aparecieron físicamente unas llamas voladoras, ni que les chamuscaron la coronilla a los Apóstoles y sus compañeros.
No hay que leerlo literalmente, sobre todo por una razón: A nosotros nunca nos ha pasado que vengan llamas del cielo sobre nuestras cabezas, ni nos hemos puesto a hablar en inglés, francés o alemán así de repente, sin estudiar ni nada. Si lo leemos literalmente sería tan sólo una escena pintoresca del pasado, que no tendría que ver con nosotros.
Pero no, lo que les sucedió a los Apóstoles y demás discípulos es lo mismo que le sucede a todo cristiano. Las primeras comunidades recibieron el regalo de Dios, el Espíritu Santo. Todos los cristianos recibimos el Espíritu en el bautismo, en la confirmación, incluso en cada eucaristía se invoca al Espíritu sobre la comunidad reunida.

¿Qué hizo el Espíritu en los primeros discípulos? Les dio valentía, les dio fuerza y valor para anunciar, para predicar. Antes estaban ellos juntos, pero sin salir al mundo. El Espíritu les empujó con fuerza a cumplir a misión que Jesús les había dado. También a nosotros el Espíritu nos da la fuerza para cumplir con nuestra misión de cristianos. Estamos llamados a vivir como cristianos en todas las circunstancias de la vida: en la familia, en el trabajo, en los estudios, con los amigos, en voluntariados, aficiones, etc.
Pero no siempre es fácil. A veces ser cristiano está mal visto, a veces es cansado, a veces cuesta ser fiel al mensaje de Jesús. A veces es más cómodo no ser honrado, no ser sincero, no ser coherente, no ser responsable.
El gran mensaje de Jesús no es que tenemos que esforzarnos en ser perfectos como Dios lo es, en alcanzar a Dios (¿recordamos la torre de Babel?). El gran mensaje es que Dios mismo se ha esforzado para venir a nosotros. Nos ha dado a su Hijo; y su Hijo nos dio toda su vida, por amor, hasta morir en la cruz; resucitó y nos da nueva vida a todos. Y por último, Dios nos regala su Espíritu, se regala a sí mismo, y habita en nosotros.
Nos dice la lectura que «se llenaron todos de Espíritu Santo». El Espíritu Santo es Dios mismo que llena nuestras vidas, que se da todo, que nos ama, que nos quiere dar su fuerza para ser cristianos, su alegría ante la vida.
Dios ama apasionadamente a la humanidad y quiere comunicar su amor a todos los hombres y mujeres. Dios se nos da del todo, esperando que nosotros, si queremos, lo acojamos.

El Espíritu viene y transforma nuestra vida. ¡Pero atención! ¿Cómo actúa el Espíritu Santo?
En una ocasión, un chico que acababa de recibir la confirmación, comentaba que su catequista le había dicho que el Espíritu le iba a transformar por dentro, pero que él, en el momento de la confirmación, no había sentido nada. Quizá se imaginaba una especie de energía, eléctrica o mágica, que lo inundase, como un cosquilleo o emoción; quizá recordaba la escena de la Biblia, con el viento recio y las llamas de fuego. Quedó desilusionado porque esperaba que Dios actuase como se actúa en los espectáculos, de forma inmediata, evidente, clara, sorprendente. Pero el Espíritu Santo actúa como en la vida real.
—Tú eres ahora un joven —, le dije—, y tu cuerpo está creciendo.
—Sí, claro.
—¿Lo notas en este momento?
—Pues no.
—Y sin embargo es verdad. Y no sólo tu cuerpo, también tu mente se está haciendo adulta poco a poco, vas aprendiendo cosas, vas creciendo, vas cambiando. ¿Lo notas en cada momento?
—No.
—Pero no deja de ser cierto. Dentro de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, de nuestra alma, pueden pasar muchas cosas que no notamos, pero que son reales, y a la larga son las definitivas, porque definen nuestra vida.
Así actúa el Espíritu, como una ayuda, una fuerza, una energía real que nos inunda, pero que no se deja ver. Sólo a la larga podemos constatar que realmente ha estado ahí, actuando, transformándonos, enriqueciéndonos.

El mensaje de la fiesta de hoy nos ha de llenar de ilusión. El cristianismo es una forma de vida distinta, nueva alternativa a lo que nos suele presentar la sociedad. Cree en el amor, en la esperanza, en la fe, cree profundamente en el ser humano, porque el ser humano, si quiere, está lleno de Dios, lleno de su Espíritu.
No podemos callarnos este mensaje tan inmenso, estamos llamados a anunciarlo y a vivirlo con intensidad para que los demás nos vean y puedan decir: «Mirad cómo se aman: ¡son cristianos¡».

domingo, 16 de mayo de 2010

Mensaje del Papa en el día mundial de las comunicaciones sociales

Aunque no se trata de un tema bíblico, adjunto aquí la referencia al mensaje del Papa Benedicto XVI para la jornada mundial de la comunicaciones sociales. En él anima a los cristianos a estar presentes en los nuevos mundos y modos de comunicación entre personas. Es uno de los objetivos importantes de esta web.

La Ascensión: Entre el cielo y la tierra...

Lucas 24, 46-53

Dijo Jesús a sus discípulos:
—Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Y vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

Celebramos hoy la solemnidad de la Ascensión de Jesús, como culmen de todo su camino por el mundo.
Jesús ha vivido por tierras de Palestina, ha pasado por pueblos, aldeas y ciudades anunciando el Evangelio, ha manifestado el Reino de Dios con sus curaciones, ha reunido a su alrededor una comunidad (no sólo un grupo) de discípulos, y los ha instruido. Jesús ha hecho todo esto para cumplir la voluntad del Padre, que lo envió; se ha implicado a favor de los más débiles, ha criticado en voz alta a los opresores, ha acogido a los pecadores y marginados a la vista de todos. Jesús no ha vivido al margen de su sociedad y de su tiempo; se ha comprometido con toda su persona, sus enseñanzas, sus actos poderosos y también sus actos simbólicos (recordemos la expulsión de los mercaderes del templo, que tantos problemas le causó). No vivió aislado, él y su doctrina, como un sabio o un ermitaño. Jesús amó profundamente a la humanidad, pero no con un amor abstracto y general: amó profundamente a su pueblo, a los que sufrían; los veía «como ovejas sin pastor». Hasta se implicó afectivamente, se le conmovían las entrañas de cariño por aquellas gentes a las que veía sufrir.
Y finalmente sufrió con ellos y por ellos, hasta dar la vida, toda la vida, amando incluso a sus enemigos y perdonándolos. Su vida acabó en el acto más grande de amor, en la cruz, ajusticiado como un delincuente.
Este camino de la vida de Jesús, visto desde fuera, acabó en fracaso. La conclusión aparente es que no vale la pena entregarse por amor, no vale la pena amar tanto.
Pero el Padre Dios intervino resucitando a Jesús de entre los muertos, y levantándolo al cielo. Ésta fue la gran experiencia de los primeros cristianos: las mujeres que habían acompañado a Jesús, los apóstoles, los más cercanos a él. Fue una experiencia inesperada e imposible de inventar. Jesús vivía, estaba vivo de una forma distinta, nueva y plena. El mismo Jesús que ellos habían conocido, ahora se les manifestaba como el Señor resucitado. Por tanto, la vida, el amor y la entrega de Jesús no habían sido un fracaso, a pesar de todas las apariencias. Dios mismo había intervenido a favor de su Hijo.
Los cristianos creemos, por tanto, que a pesar de las apariencias, la vida de Jesús sí tuvo sentido; entregarse por amor tiene sentido; dar la vida tiene sentido.
Jesús nos muestra el camino de su vida y nos dice: «Seguidme», «amad como yo», «venid detrás de mí, con vuestra cruz de cada día», «dad la vida como yo».
Pero, ¿cómo podemos nosotros, con nuestras imperfecciones y nuestras mediocridades, nuestras luces y sombras, seguir el camino del amor pleno que Jesús recorrió? No podríamos si estuviésemos solos, pero Jesús no nos deja abandonados, nos promete el Espíritu Santo, la fuerza de Dios que nos ayuda a vivir en plenitud el Evangelio.
La solemnidad de la Ascensión nos recuerda que nos movemos siempre entre el cielo y la tierra. En el cielo, en Dios, tenemos nuestra esperanza y nuestro futuro; en la tierra, en la vida presente, tenemos nuestro trabajo y nuestro camino que recorrer como hizo Jesús.
No podemos olvidarnos de la tierra y desear sólo el cielo, porque entonces Dios nos dice: «¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» El cristianismo sería una religión para personas que viven fuera de este mundo. La gente nos miraría y no nos entendería, no seríamos ningún testimonio para ellos.
Tampoco podemos olvidarnos del cielo, de Dios, y vivir sólo para la tierra, porque entonces podríamos hacer muchas cosas, pero acabaríamos exhaustos sin saber por qué las hacemos, sin recordar que es Dios el que nos envía y nos da la fuerza, que es él quien construye el Reino.
Vivamos por tanto esta difícil tensión, este delicado equilibrio de «estar en el mundo sin ser del mundo». Impliquémonos intensamente en las necesidades del mundo, en la construcción del Reino de Dios, pero no perdamos de vista la meta, la esperanza de la intervención definitiva del Dios que es amor, vida y salvación.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Orar con el Salmo 21 (3)

Sorprende el final del salmo 21. Después de la descripción angustiosa de la tragedia del justo perseguido, acaba con una explosión de alegría y esperanza.
El Señor es el único que no ha sentido desprecio ni repugnancia ante aquel que era un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, ante quien se vuelve el rostro. El Señor ha escuchado, el Señor ha respondido.
Salmo 21 (III)

Fieles del Señor, alabadlo;
linaje de Jacob, glorificadlo;
temedlo, linaje de Israel.
Porque no ha sentido desprecio ni repugnancia
hacia el pobre desgraciado;
no le ha escondido su rostro:
cuando pidió auxilio, lo escuchó.

Él es mi alabanza en la gran asamblea,
cumpliré mis votos delante de sus fieles.
Los desvalidos comerán hasta saciarse,
alabarán al Señor los que lo buscan:
viva su corazón por siempre.

Lo recordarán y volverán al Señor
hasta de los confines del orbe;
en su presencia se postrarán
las familias de los pueblos.
Porque del Señor es el reino,
él gobierna a los pueblos.

Ante él se postrarán las cenizas de la tumba,
ante él se inclinarán los que bajan al polvo.

Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá,
hablarán del Señor a la generación futura,
contarán su justicia al pueblo que ha de nacer;
todo lo que hizo el Señor.

La alegría no se centra en el salmista, como había hecho el dolor. Antes el orante se fijaba en sí mismo y en su sufrimiento, ahora no le basta la intimidad con Dios en soledad, quiere hacer partícipes a todos de su canto de alabanza a Dios. Primero llama a los fieles del Señor, al linaje de Israel. Después proclama ante la gran asamblea que Dios le ha salvado.
No se queda contento y llama también a los confines del orbe, a las familias de los pueblos.
Aún le sabe a poco, e invoca hasta las cenizas de la tumba, para que se unan en su adoración.
¿Ya están todos convocados? No. Todavía falta llamar a las generaciones futuras. Los que a´n no han nacido están ya adorando a Dios a través del salmista que Dios ha rescatado. El orante no se contenta con poco; no se detiene hasta que la última mota de polvo del universo haya oído el anuncio de salvación.
¿Nos conformaremos nosotros con menos?

sábado, 1 de mayo de 2010

Domingo 5 Pascua: Locos de amor

Jn 13, 13,31-33a.34-35

Tan pronto como Judas salió del cenáculo, Jesús dijo:
—Ahora ha sido glorificado el hijo del hombre y Dios en él. Si Dios ha sido glorificado en él, Dios lo glorificará a él y lo glorificará en seguida.
»Hijos míos, voy a estar ya muy poco con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os he amado, así también os améis unos a otros. En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros.

Jesús, en la última cena, dirige a sus discípulos varios discursos muy personales y profundos. Poco después tendrá lugar la pasión y la muerte; ésta es su última oportunidad de educar a sus seguidores, a aquellos que, a pesar de sus fallos y pecados, van a ser los principales anunciadores del evangelio.
Juan relata estos momentos en forma de discursos, y en ellos encontramos el pasaje hermoso que leemos hoy.

La primera frase, aunque lo parezca, no es un trabalenguas. Supone un descubrimiento radical (de raíz) ante la cruz. La realidad aparece absurda ante los ojos, Jesús fracasó totalmente, o al menos eso pensó todo el mundo cuando lo crucificaron. El evangelista escribe después de la resurrección, y sabe que la cruz no fue el fracaso, sino la victoria, que no fue una deshonra, sino la gloria, que no una muerte más de un inocente, sino la entrega voluntaria de un amor que todo lo puede, todo lo inunda y todo lo desborda.
Por eso habla de “glorificación”, porque está a punto de narrar la pasión, y hay que darle claves al lector para que entienda qué está sucediendo ahí: que Jesús se entrega, que Dios se regala, que el amor lo puede todo.

La segunda parte del mensaje de Jesús es más sencillo de entender: Amaos como yo os he amado. Ése debe ser el distintivo del cristiano, o mejor (porque lo dice en plural) de la comunidad cristiana.
Aunque hay un detalle que suele pasarnos desapercibido. Solemos recordar el “mandamiento del amor” de Jesús, y lo parafraseamos diciendo: “que os améis unos a otros”, pero se nos olvida el “como yo os he amado”. ¿Es un detalle sin importancia? Quizá no. En un mundo como el que vivimos, en el que la palabra “amor” puede servir para expresar tantas cosas y tantas ideas, incluso contrarias entre sí, los cristianos le damos un significado propio: amar es hacer lo que Jesús hizo, dar la vida totalmente por los demás, hasta por sus propios enemigos...
Me he encontrado a veces con personas que aseguraban que es imposible amar a los enemigos, que como mucho se les puede tolerar. Es una idea que nos debe hacer pensar. Jesús fue capaz hasta de perdonar a los que lo crucificaban; entregaba su vida por toda la humanidad, buenos y malos, sin pedir nada a cambio. San Pablo nos recuerda que la prueba de que Dios nos ama es la entrega de Jesús hasta la muerte siendo nosotros pecadores.
Visto desde ésta óptica, el mandamiento de Jesús es una exigencia utópica. Quizá estamos demasiado acostumbrados a entender los mandamientos como prohibiciones u obligaciones concretas: “no mates”, “no robes”, “ve a misa”. Quizá el mandamiento de Jesús sea un camino largo, un horizonte lejano; quizá exprese su visión de la Ley de Moisés, como explicaba en el Sermón de la Montaña; para Jesús los mandamientos no están para cumplirlas como si fuesen un libro de instrucciones, sino para vivir en profundidad las actitudes que indican en el fondo. No basta con no matar, es necesario amar con intensidad la vida, la propia y la de los demás; no basta con no robar, hay que evitar la envidia y alegrarse de corazón del bien que le sucede al otro, aunque no nos caiga bien; no basta con no ser adúltero, hay que hacer de la fidelidad nuestra una forma de vida.
Todo ello se resume en el mandamiento del amor, pero no de cualquier amor, sino del amor “como Jesús”, radical, intenso, apasionado, profundo. Un amor capaz de quemarse, de gastarse totalmente, de entregar todas las energías, tiempo y esfuerzos. Un amor que cualquier persona sensata calificaría de “imposible”, si no fuese porque Jesús mismo ya ha ido por delante para mostrarnos el camino. Quizá para seguir a Jesús no haya que ser tan “sensato”, quizá haya que estar un poco “loco”, loco de amor.