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domingo, 27 de junio de 2010

Domingo 13 C: ¡Sígueme sin excusas!

Lucas 9,51-62

Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante.
De camino entraron en una aldea de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron:
—Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?
Él se volvió y los regañó. Y se marcharon a otra aldea.
Mientras iban de camino, le dijo uno:
—Te seguiré adonde vayas.
Jesús le respondió:
—Las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.
A otro le dijo:
—Sígueme.
Él respondió:
—Déjame primero ir a enterrar a mi padre.
Le contestó:
—Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.
Otro le dijo:
—Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia.
Jesús le contestó:
—El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el Reino de Dios.

En el Evangelio de Lucas la palabra «camino» es muy importante, porque Lucas compara la vida cristiana con un camino, con el camino que hace Jesús. En el pasaje que leemos hoy comienza este itinerario de forma solemne: Jesús va decidido a Jerusalén, porque esa es la voluntad del Padre, porque allí entregará su vida por amor a nosotros.
Al empezar este camino, Lucas nos quiere hacer reflexionar sobre qué significa «seguir» a Jesús. Nos presenta cuatro situaciones con discípulos o seguidores y las respuestas de Jesús. A veces, las palabras de Jesús nos resultan duras y sorprendentes, por ello hay que saber interpretarlas bien.

1. Santiago y Juan entienden el seguimiento de Jesús como un poder, como una autoridad; quieren imponer sus ideas a esos samaritanos que no les acogen. Quizá recuerdan algún pasaje del Antiguo Testamento en el que se describe a Dios como un juez castigador; pero ellos no son Dios, ni tampoco les corresponde juzgar. Jesús, ante la pretensión tan descabellada de sus discípulos, les riñe. Él no ha venido para imponer su mensaje, sino para ofrecer gratuitamente la salvación a quien quiera acogerla.
Nosotros también podemos tener la tentación de imponer nuestras ideas, de creernos superiores por ser cristianos; en la Iglesia hemos tenido muchas veces esa tentación. Pero no podemos «aprovecharnos» de ser discípulos de Jesús, los cristianos somos siempre servidores; para eso nos ha escogido Jesús, para servirle llevando su mensaje al mundo. No podemos superar las dificultades con violencia, sino con la humildad y mansedumbre de Jesús.

2. En la segunda escena, alguien por propia iniciativa se ofrece a seguir a Jesús, pero él le responde con cierta crudeza: «La zorras tienen madrigueras y los pájaros nido pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». En el fondo es una forma de aclarar las cosas antes de que empiece el seguimiento, para que ningún discípulo pueda decir que le han engañado.
Quizá aquella persona tan bien dispuesta estaba esperando que Jesús le dijese a dónde iba, que le marcase el itinerario, las paradas, la ruta, los objetivos, las etapas intermedias, el calendario... Muchos estarían dispuestos a seguir a Jesús a cambio de seguridad, de estabilidad, de certezas...
Pero el camino del cristiano no está predeterminado, no es igual para todos. A cada uno Jesús nos va conduciendo por la vida, si queremos seguirle, por nuestro propio camino. Cada uno y cada una tenemos una vocación, una familia, un trabajo, un entorno... el cristiano no se define porque haga lo mismo que otros, sino por dejare guiar por Jesús.

3 y 4. La tercera y cuarta escenas son semejantes; sorprende que Jesús hable con tanta dureza. «Enterrar a los muertos» era una de las obras de caridad más importantes para los judíos. «Despedirse de la familia» nos parece muy lógico. ¿Por qué Jesús no acepta la actitud de estas dos personas que quieren seguirle?
La clave está en la palabra «primero». Le dicen a Jesús que sí están dispuestos a seguirlo pero «primero» tienen cosas que hacer. Es el «sí pero...» que tantas veces define nuestras vidas. No nos decidimos a comprometernos porque tenemos que resolver «primero» muchos problemas; debemos aclarar nuestro pasado, queremos tenerlo todo claro y resuelto antes de embarcarnos en la aventura del seguimiento.
Si actuamos así, nunca daremos ningún paso. Aunque los requisitos de los que hablemos sean muy importantes. «Te sigo, pero primero tengo que resolver tal o cual cosa...». Jesús denuncia con radicalidad la actitud mediocre que tantas veces nos define. No hay nada «primero» a seguir a Jesús. Si hemos descubierto la enorme alegría de la salvación que él nos ofrece, si hemos captado el inmenso amor que él nos regala y del que nos hace partícipes, no tendremos excusa, no tendremos nada que hacer «primero», sino que toda nuestra vida quedará coloreada, quedará impregnada del Evangelio.
No es que Jesús rechace que se hagan obras de caridad o que se cuide de la familia, lo que rechaza es que se pueda hacer eso independientemente de nuestro ser cristianos.
Todavía muchos pueden pensar que son cristianos en algunos momentos de su vida, pero que en otros momentos no tiene importancia; que son cristianos cuando van a misa o cuando rezan, pero que Jesús no tiene nada que ver con su trabajo, con sus negocios, con su comportamiento, con su rutina de cada día.
Jesús rechaza esa actitud. Para seguirle no es necesario ser héroes, pero sí estar convencido de que él está presente en nuestra vida, en toda nuestra vida, en todo momento.

sábado, 19 de junio de 2010

Domingo 12: La cruz de cada día

Lucas 9,18-24

Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó:
-¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos le contestaron:
-Unos que Juan el Bautista, otros que elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.
Él les preguntó:
-Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Pedro tomó la palabra y dijo:
-El Mesías de Dios.
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió:
-El hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Y dirigiéndose a todos dijo:
-El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.

La pregunta es fundamental para todo cristiano: ¿Quién es Jesús para ti? Es la pregunta que se hicieron los apóstoles al encontrarse con él, es la pregunta que reflexionaron los evangelistas y nos plasmaron su respuesta en los evangelios como un testimonio personal, es la pregunta, en definitiva, que caracteriza a los cristianos.
Para empezar puede valer una respuesta de catecismo: Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios hecho hombre; pero no basta con eso. No podemos quedarnos en teorías y conceptos, hay que avanzar hasta implicarse, por eso Jesús nos pregunta: ¿Quién soy yo para ti, para tu vida, para tu realidad cotidiana? ¿Qué importancia tengo en tus actitudes, en tu visión del mundo, en tu forma de afrontar las decisiones? ¿Qué pinto yo en tu vida?

El texto del evangelio de hoy avanza lentamente, como un buen educador. Comienza haciendo una pregunta superficial, externa: ¿Qué dice "la gente"?
Nos suelen gustar esas preguntas por dos motivos: primero porque no nos implican, no nos complican la vida; y segundo porque nos encanta hablar de los demás, de lo que dicen, de lo que piensan, de cómo actúan.
La gente consideraba a Jesús un buen hombre, un enviado de Dios, alguien con un gran mensaje, que defendía a los pobres y proclamaba la justicia, la solidarida y el amor. La mayoría de la gente de hoy opina de forma parecida.
Pero Jesús tiene en mente la otra pregunta, la más importante, y se lo pregunta así a los discípulos: ¿Qué decís vosotros?
Pedro, en nombre de todos, se lanza y reconoce en él al Mesías. Es decir, para la mentalidad de la época, afirma que no es un profeta más, sino el enviado definitivo de Dios, el esperado de su pueblo. Está diciendo mucho: con Jesús iba a llegar el Reino de Dios, la instauración para siempre de su reinado.
El pueblo judío llevaba siglos sufriendo opresiones por parte de los diversos imperios que pasaban por la región. En tiempos de Jesús llevaban décadas bajo la dominación romana. Ser el "Mesías", por tanto, podía significar muchas cosas distintas: Unos lo veían como un líder militar, que organizaría un ejército y expulsaría a los romanos; otros pensaban en un líder espiritual que renovaría el culto del Templo de Jerusalén; otros imaginaban un ser celestial, magnífico, que lideraría los ejércitos de ángeles, y serían ellos los que tomarían el mando de la historia.
Había "Mesías" para todos los gustos, incluso había grupos de judíos que no le daban especial importancia a esta figura.
Pero todos los israelitas tenían algo en común: su enorme esperanza en que Dios iba a liberarles. La palabra "Mesías" sólo tiene sentido para quien espera, para quien desea algo mejor, para quién observa insatisfecho nuestro mundo y sueña que puede ser mejor.
La afirmación de Pedro, que reconoce que Jesús es el Mesías, no significa nada para quien no espera, para quien se conforma con lo que tiene y lo que vive, para quien no es capaz de soñar. Pedro todavía no comprende bien quién es Jesús, quizá el piense más en un Mesías guerrero, pero al menos es capaz de levantar la mirada a Dios y esperar de él la liberación. Después resultará que la libertad de la que habla Jesús es más profunda, no consiste sólo en dejar de pagar impuestos a Roma, después se verá que Pedro también estaba equivocado, pero al menos está en camino, está en búsqueda, sabe que el mundo necesita algo más, necesita de Dios.

Hoy en día es posible que a muchos les resbale bastante que "Jesús sea el Mesías". La auténtica preocupación de muchos es el "bienestar" que se traduce en tener un dinerillo y poder ir disfrutándolo. En tiempos de crisis y de pérdida de empleo para tantos no es cuestión de poner en duda que la estabilidad económica es necesaria, pero tampoco es la fuente de la felicidad. En España durante unos cuantos años hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, hemos vivido una burbuja económica que no se basaba en el trabajo real, en la producción real, pero que nos ha llevado a acostumbrarnos a consumir a vivir con cierto desahogo, a crearnos una imagen falsa de nosotros mismos, de lo que podíamos gastar y, sobre todo, de lo que era importante para ser felices.
Durante esos años no hemos sido más solidarios, no nos hemos movido para que los auténticos pobres dejasen de serlo, no nos hemos planteado crecer espiritualmente, enriquecer nuestra persona por dentro. Todo lo contrario.
Ahora, en tiempos de dificultad, quizá sea el momento de reflexionar. Cuando pase la crisis y muchos de los actuales parados vuelvan a tener empleo, los empresarios vuelvan a tener ingresos más holgados, y todos podamos respirar un poco más tranquilos, ¿nos plantearemos nuestro estilo de vida con más austeridad? ¿Pensaremos en gastar más dinero en solidaridad, recordando las ayudas recibidas? ¿Nos embarcaremos en la causa de los pobres? ¿Levantaremos la mirada para pensar que "no sólo de pan vive el hombre"?

Tras el primer paso, la esperanza que Pedro muestra, viene un segundo, la enseñanza de Jesús que corrige las falsas expectativas. Jesús reconoce que sí es el Mesías, pero no quiere que lo divulguen porque se le iba a entender mal. Él prefiere la expresión "Hijo del hombre", que en su época, igual que hoy, era enigmática, y así le daba la oportunidad de explicarse: El Hijo del hombre tiene que sufrir y dar su vida por amor a todos.
No era un Mesías muy común; nadie pensaba que el Mesías fuese así.

Por eso el último paso es tan sorprendente: Jesús pide que se impliquen en su causa, que le sigan "tomando la cruz cada día", que vivan cotidianamente lo que Jesús predicó. Como decíamos al principio, cuando Jesús nos pregunta "¿quién soy yo para ti?" no le valen las respuestas aprendidas. Sólo hay una manera de decirle hoy "Tú eres el Mesías, mi Mesías, el que espero, el que nos liberará del mal auténtico, el que nos dará la visión de la vida que supere nuestra miopía, el que nos hará comprender qué es lo importante y qué es lo secundario"; y ésta manera consiste en coger la cruz cada día, en sentir el pinchazo de las astillas, en ver los callos crecer en nuestra manos. Perder la vida por Jesús es ganarla.

domingo, 13 de junio de 2010

Domingo 11 C. Perdón transformador

Lucas 7,36-50

Un fariseo le pidió a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume, y, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado, se dijo:
«Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora.»
Jesús tomó la palabra y le dijo:
—Simón, tengo algo que decirte.
Él respondió:
—Dímelo, maestro.
Jesús le dijo:
—Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?
Simón contestó:
—Supongo que aquel a quien le perdonó más.
Jesús le dijo:
—Has juzgado rectamente.
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón:
—¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella en cambio me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero al que poco se le perdona, poco ama.
Y a ella le dijo:
—Tus pecados están perdonados.
Los demás convidados empezaron a decir entre sí:
—¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?
Pero Jesús dijo a la mujer:
—Tu fe te ha salvado, vete en paz.


El evangelio de hoy nos habla del perdón desde una perspectiva de esperanza confiada. Las personas no siempre compartimos esa forma de verlo; pensamos que hay actos imperdonables; o nos desesperamos por nuestras propias faltas creyendo que no merecemos el perdón; o decimos aquello de «yo perdono pero no olvido», que es lo mismo que decir: «yo no perdono, pero hago como que sí y quedo bien».
Perdonar es una experiencia difícil, y también pedir perdón (nuestro orgullo tantas veces nos lo impide), igual que aceptar que nos perdonen. Tenemos dentro de nosotros el deseo de ser perfectos, de hacerlo todo bien, de no equivocarnos nunca. Pero hay veces en las que tenemos que reconocer que nos hemos equivocado; veces en las que hay que desandar el camino y tomar otra dirección, ¡es tan difícil! A veces preferimos seguir adelante por un camino que sabemos que es el equivocado, antes que reconocerlo.
Esto sucede porque la humildad es una virtud muy difícil de vivir. Parece que la humildad consista en despreciarse a uno mismo, pero no es así, es mucho más sencillo. La humildad es reconocer la verdad de nosotros mismos: A veces acertamos y a veces no; a veces hacemos las cosas bien, pero otras veces no. La humildad es una virtud sencilla, pero nosotros a veces somos complicados, el orgullo nos lleva a complicarnos la vida.
El perdón es el remedio a nuestro orgullo, a nuestras ganas de hacer complicadas las cosas. El perdón no consiste en un simple «aquí no ha pasado nada». Es mucho más, es reconocer que «aquí sí ha pasado algo malo (el pecado, sea cual sea) pero yo te perdono». El perdón tiene un efecto transformador de la persona, es realmente un invento de Dios. El evangelio de hoy nos quiere explicar esto.

Estando Jesús a la mesa, invitado por un fariseo, entra una mujer pecadora, con la vida destrozada. Todos sus gestos son de desesperación y audacia. Ella no ha sido invitada al banquete, pero irrumpe en la sala para pedirle el perdón a Jesús con gestos de arrepentimiento.
La mujer no abre la boca, no dice nada, tan sólo expresa el dolor de su vida desestructurada con gestos de amor hacia Jesús.
Y es que el pecado no sólo es una ofensa hacia alguien. El pecado también embrutece la propia alma, también afecta al propio pecador, alimenta su egoísmo, acorta sus esperanzas, reduce sus deseos de bondad. La vida pecadora de la mujer del evangelio la había llevado hacia una situación insostenible, que ella expresa con sus lágrimas.
El perdón tiene un efecto curativo, restaurador, regenerador. La mujer, a pesar de su vida pasada, tiene fe en que Jesús puede perdonarla. Jesús perdona sus pecados, pero no sólo eso: afirma que su fe la ha salvado y le otorga la paz.
La transformación de esta mujer es completa. Jesús no se limita a darle una palmadita en la espalda y a decirle: «No pasa nada». Nada de eso, Jesús sí reconoce que esa mujer había pecado, y mucho, pero también le da el perdón. Antes la mujer había perdido su dignidad, estaba desesperada, acabada, excluida. Ahora Jesús afirma que está salvada, que vuelve a tener dignidad, que puede recobrar la paz.

La experiencia de la mujer es la experiencia de todos nosotros. También a nosotros el egoísmo nos vence muchas veces, a cada uno de una manera distinta, por eso los pecados de cada uno son distintos, pero siempre es el egoísmo el que está en el fondo. A nosotros también se nos regala gratuitamente el perdón de Dios. También Jesús nos dice: «Tu fe te ha salvado», también nos da su paz.
La mujer del evangelio «ama mucho, porque se le ha perdonad mucho». Es un ejemplo para nosotros, una invitación y una llamada a que reconozcamos que Dios también nos perdona mucho, nos lo perdona todo, nos perdona siempre. El perdón que recibimos de Dios nos transforma, nos mejora, nos enriquece con su gracia. Gracias a él, podemos volver a amar.

domingo, 6 de junio de 2010

Domingo: Corpus Christi

Lucas 9, 11b-17

Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde y los Doce se le acercaron para decirle:
—Despide a la gente; que se vayan a las aldeas y masías de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado.
Él les contestó:
—Dadles vosotros de comer.
Ellos replicaron:
—No tenemos más que cinco panes y dos peces, a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.
Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos:
—Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.
Lo hicieron así, y todos se echaron.
Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirviesen a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.


El evangelio de hoy comienza explicando que Jesús enseñaba y curaba a la gente. Toda la vida de Jesús fue un regalo, hasta terminar regalándose del todo en la cruz. También el gesto de la multiplicación de los panes y los peces es signo del regalo de la propia vida de Jesús. Pero no lo hace él solo. Veamos:

Los discípulos son prácticos; se hace tarde y le indican a Jesús que la gente tendrá que buscarse comida y un lugar para pasar la noche. Pero les pilla de improviso la respuesta de Jesús: «Dadles vosotros de comer». Esta frase tiene fuerza, no sólo para los discípulos de entonces, sino porque nos la dirige Jesús también a nosotros hoy: «Dadles vosotros de comer». ¿Pero cómo? ¡con las necesidades que hay en el mundo! ¿Cómo vamos a darles de comer nosotros?

El resto del relato está lleno de símbolos que nos intentan explicar ese «cómo»: Jesus toma el pan, lo bendice, lo parte y lo reparte; igual que hará en la última cena y con los discípulos de Emaús; igual que hacían los primeros cristianos cuando se reunían «el primer día de la semana», cuando todavía no se llamaba «domingo»; igual que hacemos los cristianos hoy cuando celebramos la eucaristía.
El milagro que nos narra Lucas significa mucho más que un simple gesto de poder maravilloso; no es que Jesús se haya montado un catering. Jesús ha saciado a la multitud con el alimento que los discípulos tenían reservado para ellos. ¿Y si se lo hubieran escondido? ¿Y si no hubiesen querido compartirlo? Tenían motivos objetivos muy razonables: con 5 panes y dos peces no se puede alimentar a cinco mil, es lógico, la gente lo hubiese entendido.

La enseñanza de esta lectura es tan radical que hasta asusta: «Dalo todo por Jesús, y él hará el milagro de multiplicar lo que tú ni te imaginas». Más aún, no es una enseñanza dirigida al cristiano en solitario, sino a la comunidad, a toda las Iglesia: «Dadlo todo por Jesús, no os reservéis nada». ¿Seremos capaces de confiar en Jesús de forma tan definitiva y radical?