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sábado, 26 de septiembre de 2009

Domingo 26º: ¡Ponte a prueba!

Marcos 9, 37-42. 44. 46-47

Dijo Juan a Jesús:
—Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.
Jesús respondió:
—No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a favor nuestro.
»El que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te hace caer, córtatela; más te vale entrar manco en la Vida que ir con las dos manos al abismo, al fuego que no se apaga.
»Y si tu pie te hace caer, córtatelo; más te vale entrar cojo en la Vida que ser echado con los dos pies al abismo.
»Y si tu ojo te hace caer, sácatelo; más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que ser echado al abismo con los dos ojos, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.

¡Buf! ¡Qué duro se nos ha puesto aquí Jesús! Menos mal que sabemos que los orientales son exagerados cuando hablan y que tenemos claro que Jesús no está sugiriéndonos que nos mutilemos de ninguna forma (así que atención, lectores fundamentalistas... no tenéis nada que hacer con este texto).
Lo que queda claro es que Marcos no se va con sutilezas, márgenes de diplomacia, daños colaterales ni mandangas. Nos viene hoy a decir que estemos alerta, pero alerta de verdad; que vigilemos de cerca aquello que más vivimos (y las manos, pies y ojos son una buena metáfora de lo más necesario para vivir y actuar; la lengua podría haber sido también otra muy buena).
Personalmente me ha dado que pensar el condicional: «si tu mano...», «si tu pie...», etc. Es decir, que quede claro que Jesús no parte de la base –pesimista– de que seguro que nos hacen caer, tan sólo nos pone en guardia frente a una posibilidad muy real y muy cercana.
¿Cuál puede ser la respuesta ante esta invitación tan contundente? Hoy la llamamos «discernimiento». Jesús nos pide con claridad: examínate, ponte a prueba, mírate por dentro con atención y observa si tu forma de actuar (manos), si la orientación de tu vida (pies), si tus ilusiones, metas y objetivos (ojos) son los del Padre, o bien te van a hacer caer. Siéntate un rato, un buen rato, sin prisas y atrévete a revisar tu vida ante la mirada –amorosa pero exigente– de Dios.

El mensaje, por tanto, es muy actual. Hoy en día –como entonces– tendemos a vivir de prisa, a seguir costumbres, a actuar según lo que más o menos nos parece bien, pero sin dedicar tiempo a pensarlo, a coger las riendas de nuestra vida y reflexionar, a comparar lo que vivimos con lo que Jesús nos está proponiendo. Vivimos muy apegados a clichés, a ideas preconcebidas, incluso a prejuicios. Nos aburre que alguien pretenda explicarnos algo durante más de cinco minutos –¡qué rollo!–, y no queremos hacer el esfuerzo de pararnos y abrir los ojos, de dudar de nuestra propia solidez, de poner en cuestión la comodidad de nuestra vida.
De esta manera nunca llegaremos a aprender nada realmente nuevo; todo serán variaciones sobre lo ya sabido y resabido. Porque lo nuevo, lo verdaderamente alternativo, resulta extraño y sorprendente; lleva tiempo asumirlo, entenderlo, saborearlo. Y el mensaje de Jesús, aunque llevemos casi dos mil años proclamándolo, siempre suena radicalmente nuevo.

¿Nos atrevemos a aceptar el reto? ¿Sí?
Entonces a mí que toca dejar este comentario porque es tu turno continuarlo: ¿Qué es lo que hay en tus manos que te aparta de la Vida? ¿Qué hay en tus pies –en el camino de tu vida, en tus metas– que Jesús no aprobaría? ¿Qué hay en tus ojos –en tus metas y proyectos– que te aparte del mundo soñado por Dios?
Probablemente renunciar a esas cosas será doloroso, y mucho, pero te liberará de tal manera que podrás entrar en la Vida. Pruébalo.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Domingo 25º: Ansias de poder...

Marcos 9,31-37

En aquel tiempo, instruía Jesús a sus discípulos. Les decía:
—El hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará.
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa les preguntó:
—¿De qué discutíais por el camino?
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
—Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.
Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
—El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.

El domingo pasado escuchábamos el primer anuncio de la pasión y resurrección que Jesús hace en el evangelio de Marcos. Pedro entonces se envalentonó y quiso ponerse a explicarle a Jesús qué era lo que le convenía y qué no; pero la cosa le salió mal al pobre. Ahora leemos el segundo anuncio (de tres que hay) y sólo se nos dice que los discípulos, miedicas, prefirieron no preguntar, aunque no lo entendían.
La otra vez, Jesús siguió hablando de «tomar la cruz y seguirlo», ahora nos habla de quién es el más importante según sus extraños esquemas.

Que los discípulos discutiesen sobre cuál de ellos era el más importante no debería extrañarnos. Es lo que los seres humanos llevamos milenios discutiendo, algunos con palabras, otros con palabrotas, y otros con métodos más destructivos. Ante aquella preocupación de los discípulos Jesús tendría que exprimirse el cerebro, buscando la manera más fácil de que les entrase en la cocorota –a ellos y a nosotros– esa idea tan distinta, revolucionaria y absolutamente opuesta a lo que consideraríamos «normal»: que el poder es el servicio.
Jesús prefirió una parábola viviente: poner a un niño «en medio» y abrazarlo. Esa es la estampa que Dios pintaría en un diccionario ilustrado bajo la voz «poder». Los niños en aquellas culturas –es muy distinto ahora–, no pintaban nada hasta que tuviesen edad de dejar de ser niños, la infancia era como un sarampión molesto que no había más remedio que soportar. Los niños dependían totalmente de sus padres, de forma que lo peor que podía pasarle a alguien era ser huérfano, puesto que quedaba desprotegido en aquella sociedad difícil, peligrosa y salpicada de guerras y rebeliones. Sólo la familia amplia podía ser garante de un mínimo de estabilidad para el niño que quedase solo.
Pues precisamente un niño, uno cualquiera, sin nombre ni apellidos, un crío desconocido, es la respuesta a las ansias de poder de los apóstoles, de los papas medievales –algunos–, de los fundamentalistas, tuyas y mías. A todos nos da Jesús la misma lección: la ternura de un abrazo protector sobre un niño indefenso y desvalido.

Quizá la idea que estoy expresando no sea tan difícil de entender, pero voy a intentar demostrar que ni siquiera los cristianos de a pie la tenemos interiorizada: Cuando en alguna celebración litúrgica oímos la expresión «Dios todopoderoso», ¿tendemos a pensar que se trata de una expresión poco afortunada? ¿Preferiríamos otra más «acorde» con el evangelio? Yo reconozco que a mí me pasaba, hasta que me explicaron que para Dios, el «poder» es la capacidad de darse, de entregarse, de servir, de abrazar a un niño. Por eso Dios es «todopoderoso», y no tanto porque sea creador –que también, aunque la idea de un dios creador está en muchas otras religiones, incluso en las más crueles que realizaban sacrificios humanos–, porque ha sido capaz de rebajarse del todo, de «ser el último de todos» y de «servir a todos».
Esto es lo que nos pide Jesús, cumpliéndolo él primero. El que quiera ser el primero, el más cristiano, el más evangélico, que se ponga a servir, y se dará cuenta de que, como mucho llegará a ser el penúltimo, pero no el último; porque el último, el que más sirve, el que más se entregó y se entrega, es Jesús, el «todopoderoso».

sábado, 12 de septiembre de 2009

Domingo 24º: ¿Cuánto vas a arriesgar por mí?

Marcos 8,27-35

Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos:
—¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos le contestaron:
—Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.
Él les preguntó:
—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Pedro le contestó:
—Tú eres el Mesías.
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie.
Y empezó a instruirlos:
—El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y maestros de la ley, ser ejecutado y resucitar a los tres días.
Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió, y de cara a los discípulos increpó a Pedro:
—¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!
Después llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo:
—El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará.

La pregunta es clásica, antigua, ancestral, pero nunca podremos dejar de hacérnosla: ¿quién dices tú que es Jesús? ¿Qué significa para ti Jesús? ¿Qué expresas, qué dices en voz alta sobre él?
La respuesta de Pedro nos tiene que servir tan sólo como ejemplo, como guía o renglón sobre la cual escribir la nuestra. Sobre todo porque la palabra «Mesías», no significa apenas nada en nuestra sociedad, en nuestro mundo, en nuestra vida.
Mesías era, en aquella época, una palabra peligrosa y muy ambigua. Muchos esperaban un Mesías militar, que organizase al pueblo en contra de los opresores romanos para conseguir la independencia. Algunos grupos más selectos, como los esenios, esperaban un Mesías sobre todo religioso, que reformase por dentro el culto, el templo y la vivencia profunda de su fe. Y para otros muchos la figura del Mesías no era especialmente importante en su fe judía.
Pero lo que nadie esperaba era un «Mesías sufriente», un Mesías que iba a ser «condenado y ejecutado» por los dirigentes, un Mesías que resucitase por el poder de Dios. Es por eso por lo que Jesús insiste en que «no lo cuenten a nadie».
El texto de hoy está justo en la mitad del evangelio de Marcos; algunos dicen que se puede dividir en dos partes cortando por aquí. «Evangelio de Jesús, Mesías, Hijo de Dios», es el primer versículo (el título) del libro de Marcos. En nuestro texto se afirma que Jesús es el Mesías y hacia el final del evangelio alguien reconocerá, ante la cruz, que Jesús es Hijo de Dios. En resumen, el evangelio de Marcos trata de responder a la pregunta: ¿Quién es Jesús?... mejor dicho, trata de darnos pistas para que nosotros respondamos a esa pregunta.
Hoy leemos que: Es el Mesías; es un Mesías que no quiere que se sepa para no ser malinterpretado; es un Mesías que será rechazado y ejecutado y resucitará; es un Mesías que invita a todos (la gente) a participar en su mismo destino de sufrimiento (coger la cruz), y de resurrección (salvar la vida).
La pregunta del principio podría quedarse en la mente, en las ideas: «tengo tal o cual idea de Jesús» pero se convierte en una pregunta vital, que toca la existencia. Cuando Jesús dice: «el que quiera venirse conmigo...» ya no está preguntando: «¿qué piensas de mí en la intimidad de tu mente?», sino «¿cuánto de tu vida estás dispuesto, estás dispuesta, a arriesgar por mí?»

martes, 1 de septiembre de 2009

Lectio Divina: Lucas 4, 31-37

Lucas 4, 31-37

En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente. Se quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad.
Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo, y se puso a gritar a voces:
—¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.
Jesús le intimó:
—¡Cierra la boca y sal!
El demonio tiró al hombre por tierra en medio de la gente, pero salió sin hacerle daño. Todos comentaban estupefactos:
—¿Qué tiene su palabra? Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen.
Noticias de él iban llegando a todos los lugares de la comarca.

Pistas para la lectura en oración del texto:

En este texto Lucas nos presenta los inicios de la vida pública de Jesús. Después del conocido texto “programático” en Nazaret, donde es rechazado, Jesús baja a Cafarnaún y comienza allí las manifestaciones de su poder, las intervenciones de Dios sobre el mal del mundo.

  • El texto nos presenta con fuerza el mal, el bien y la gente-espectadora. Quizá Lucas aquí no pretende tanto decir “cosas”, “conceptos”, cuanto provocar sentimientos, actitudes para entender su relato. Jesús está en primer plano luchando contra el mal con facilidad, con su palabra, haciendo callar, salir y desaparecer el mal. Podemos preguntarnos, ¿cuáles son los sentimientos que este Jesús provoca en la gente? ¿Cuáles provoca en mí mismo su presencia en mi propia historia? ¿Quizá conozco tanto a Jesús que he perdido la capacidad de dejarme impactar por él?

  • Hay también en el texto preguntas sin respuesta que nos pueden ayudar en la meditación: ¿Quién es Jesús? ¿Qué ha venido a hacer? ¿Qué tiene su Palabra?

  • Finalmente podemos fijarnos en otro personaje: el “hombre”, que parece más una marioneta en manos del mal, que no hace nada ni tiene voluntad y que acaba en tierra, a los pies de Jesús. Es precisamente de allí, de “la tierra” de donde Dios ha sacado al hombre (según nos cuenta Génesis 2), y es de allí de donde sólo Dios puede hacer la nueva creación del hombre nuevo.