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sábado, 28 de noviembre de 2009

Domingo. 1 Adv. "Levantaos, alzad la cabeza"

Lucas 21,25-28.34-36

Dijo Jesús a sus discípulos:
—Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.
»Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneos en pie ante el Hijo del hombre.

Hay tres evangelios que nos presentan un discurso de Jesús sobre, lo que podríamos llamar, «el fin del mundo»; son Marcos, Mateo y Lucas. Pero cada uno es muy distinto de los otros porque adapta mucho las palabras de Jesús según la situación de su comunidad y la forma de expresarse de su propia cultura. Mateo, por ejemplo, escribe a una comunidad que conocía muy bien el judaísmo y las Sagradas Escrituras, pero Lucas tiene ante sí un auditorio muy distinto, de cultura más bien griega, a la que la simbología judía no le dice tanto.
La lectura de hoy nos presenta dos fragmentos del final de ese discurso según Lucas. Al principio estas mismas palabras podían sonar terroríficas: los astros que se tambalean, los signos en el sol, la luna y las estrellas... Los primerísimos cristianos estaban convencidos de que el fin del mundo estaba a punto de llegar; que Jesús iba a volver de un momento a otro para instaurar su Reino. Por eso las noticias de guerras y revoluciones eran recibidas con inquietud y siempre con la misma duda: ¿Será esta la guerra definitiva? ¿Se acabará el mundo pasado mañana?
La guerra que más impresionó a los cristianos de Israel sucedió al final de los años 60 y terminó con la destrucción de Jerusalén y del Templo en el año 70 por parte de los romanos. Pero, después de la derrota, no llegó el fin del mundo, por lo que los mismos cristianos tuvieron que replantearse sus ideas y empezaron a pensar que quizá no era tan inminente. La cosa se retrasaba, ¿se había equivocado Jesús? ¿O más bien lo habían interpretado mal?
Lucas no es el único que nos muestra esta reflexión. Él está convencido, como los cristianos lo estamos ahora, de que el mundo se acabará y que al final triunfará el bien sobre el mal. Pero, mientras esperamos, tenemos trabajo que hacer. Por eso lo más importante del discurso que Lucas nos presenta no está en el futuro, que nadie conoce, sino en el presente. El evangelista pone ante sus lectores dos actitudes; las dos tienen que ver con el fin del mundo, pero se viven ya desde ahora. El día de mañana queda demasiado lejos, de lo que se trata es de vivir en profundidad el ahora:
  • La primera actitud es superficial; la de aquellos que se asustan ante las desgracias, los que viven con miedo porque en el fondo no tienen esperanza. Lucas menciona el vicio, el alcohol y el dejarse llevar por los agobios de la vida; pero son sólo tres ejemplos para que nosotros, los lectores, podamos añadir más; todo aquello que nos saca de nosotros mismos, que no nos deja ir a lo profundo, que nos hace superficiales.
  • La segunda actitud está llena de esperanza; la representa con la postura erguida, la cabeza alta y el estar siempre despierto, alerta, vigilante, deseoso de ver a Jesús. El creyente no sucumbe ante las desgracias, porque su confianza está firme en Dios (lo cual no significa que no las sufra, porque el sufrimiento está presente en la vida de todos; lo distinto es la actitud vital ante ese mismo sufrimiento). Lucas añade además un tema que le encanta: la oración. «Pidiendo fuerza» es la forma que tiene de aludir a la plegaria confiada y constante.
De esta forma, como decíamos, Lucas transforma un texto que habla del fin del mundo en un discurso centrado en el presente, que es en realidad lo importante. Nosotros cristianos hoy podemos aprender mucho de la libertad con la que el evangelista transmite el mensaje de Jesús. Porque él es fiel a Jesús, no quiere inventarse un mensaje nuevo que Jesús no aceptaría, pero su fidelidad es creativa, es decir, que debe decir algo importante y valioso para los cristianos a los que escribe. Para ellos y nosotros el problema del fin del mundo inminente ya no significa casi nada, lo que de verdad tiene valor es la vida que vivimos en cada momento, el día a día, el ahora.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Domingo. 34. Jesús-Rey

Juan 18,33b-37

Dijo Pilato a Jesús:
—¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús le contestó:
—¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?
Pilato replicó:
—¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?
Jesús le contestó:
—Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.
Pilato le dijo:
—Conque, ¿tú eres rey?
Jesús le contestó:
—Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.

El Evangelio de Juan casi nunca habla del «Reino de Dios». Centra todo su mensaje en Jesús mismo, por eso prefiere hablar de Jesús como Rey. Pero es muy consciente de que la idea puede ser malinterpretada. Por ejemplo, después de la multiplicación de los panes y los peces, la gente quería cogerlo para hacerlo rey, y él se escabulle. No quería que su mensaje se confundiese con los reyes de este mundo, que hacen uso de la fuerza militar y de la presión de los impuestos para conseguir sus objetivos. Jesús-Rey no tiene nada que ver con estos reyes.
Pero en la lectura de hoy Jesús dice claramente que sí es rey. ¿Por qué se ha dado este cambio? ¿Es que ahora sí quiere ser coronado?
La gran diferencia está en que ahora lo están juzgando y lo van a condenar. ¿Qué es lo que ha hecho? Sencillamente decir la verdad, condenar la injusticia, traer la salvación de parte de Dios. Le condenan por ser coherente con su misión.
Pero el evangelista Juan quiere que vayamos más allá, quiere que comprendamos lo que él entendió después de la resurrección: que Jesús se entrega por amor. Podría haberse escabullido de nuevo, sabía que le tenían ganas, que iban a por él. Pero él ha decidido ser coherente hasta el fin, no esconderse, sino entregarse por amor a nosotros y a su misión. Jesús es todopoderoso porque se entrega del todo. Es Rey porque domina sobre todo el odio con su amor total. Éste es el único sentido cristiano del poder, del reinado, del dominio.
Nosotros, si queremos seguir a Jesús, estamos llamados también a ser poderosos, es decir, a servir; estamos llamados a reinar, esto es, a amar; estamos llamados a dominar, es decir, a entregarnos a los demás, dominando nuestros impulsos egoístas hasta hacernos totalmente amor como él.
Si en la Iglesia nos convenciésemos a fondo de que todos estamos para servir seríamos fermento de transformación del mundo con mucha fuerza, con la potencia inimaginable del Espíritu de Dios que habita en nosotros y nos empuja al amor.
Todos los cristianos, sin importar nuestro cargo, responsabilidad o función; todos los obispos, presbíteros, monaguillos, catequistas, lectores, ministros de la comunión a los enfermos... todos estamos llamados a servir.
Hoy podemos preguntarle a Jesús mismo en la oración: «Señor, ¿cómo puedo servir?» Si rezamos con sinceridad, seguro que él nos responde a través de nuestra vida cotidiana, de las personas que tenemos más cerca, o de aquellas a las que nos podemos acercar.
Y quizá nos llame a misiones más arriesgadas: ¿podríamos servirle en las misiones?, ¿en alguna vocación consagrada?, ¿en la vocación familiar cristiana?, ¿en la parroquia?, ¿en cáritas?, ¿en el trabajo/colegio?, ¿en asociaciones? ¿en el barrio?
Atrevámonos a hacerle esta pregunta, que él nos lanzará a una misión que nos llenará de alegría.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Domingo 33: Angustia, tinieblas y... brotes de vida

Marcos 13,24-32

Dijo Jesús a sus discípulos:
—En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a sus ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día ni la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.

Angustia, tinieblas, estrellas que caen, astros que se tambalean... ¡esto parece el fin del mundo...!
Bueno, es que técnicamente, de eso se trata. En tiempos de Jesús (y, ¡qué cosas!, ahora también) estaba de moda una forma religiosa de expresarse que se llama «apocalíptica», aunque el nombre no lo inventaron ellos, sino más tarde. Digo que estaba de moda, pero tampoco es para tanto; algunos grupos judíos eran «apocalípticos» es decir, que se expresaban de esa forma y compartían algunas ideas, pero no eran la mayoría ni mucho menos. La diferencia con nuestra época es que ellos eran conscientes de que se trataba de una forma de expresión y no de una descripción de carácter físico como si se tratase de un documental de la National Geografic. Hoy en día, si un iluminado habla del fin del mundo y de las estrellas cayendo y de los terremotos y de la luna que se convierte en sangre está diciendo precisamente eso: que las estrellas («cúmulos de materia en estado de plasma en un continuo proceso de colapso», según la wiki) se caerán literalmente sobre el planeta Tierra, que las placas tectónicas liberarán energía bruscamente produciendo seísmos, que la luna cambiará su color lechoso por un tono cromático distinto... (bueno, esto ya sucede, pero la causa es la atmósfera de la Tierra).



¿A qué viene tanta palabreja técnica sacada de la wikipedia? Muy sencillo, trato de desenmascarar el absurdo de interpretar las palabras de hace dos mil años con los conocimientos de ahora, como si aquellas personas supiesen todas estas cosas. El estilo apocalíptico de expresarse era conocido, aunque los grupos realmente apocalípticos eran pocos. Jesús también se expresó en ocasiones aprovechando las frases e imágenes que los apocalípticos habían inventado, seguramente porque eran muy sugerentes y llenas de simbolismo. Que a nosotros nos resulte difícil interpretarlas es sólo nuestro problema.
Los apocalípticos creían que Dios iba a intervenir de forma definitiva en la historia. Se daban cuenta de que las cosas iban fatal (¡vaya coincidencia!), por las guerras, la opresión de los romanos y en general de cualquier imperio, por la injusticia de los poderosos contra los débiles... Pero ellos daban un paso más; estaban convencidos de que Dios iba a arreglar las cosas. Se daban cuenta de que las personas del mundo ya no podíamos arreglar la situación con parchecitos, buena voluntad hueca, embajadores de la ONU con maquillaje y maratones solidarios en la tele. Para ellos el mundo tenía que cambiar radicalmente, había que darle la vuelta como a un calcetín, y Dios era el único capaz de hacerlo.
Jesús, y los cristianos más tarde, aprovecharon estas ideas y este mensaje, pero le dieron un contenido totalmente nuevo: El mismo Cristo es la intervención definitiva de Dios en la historia, y su entrega libre por amor en la cruz es el cambio radical que los apocalípticos esperaban. No vendrá Dios con un ejército de ángeles armados con espadas de fuego para acabar violentamente con los malvados; lo que Dios hace en Cristo es cambiar las reglas de juego, ahora la felicidad estará en ser pobre de espíritu, manso y humilde y en trabajar por la paz; ahora la plenitud de vida estará en el vaciamiento, por amor, de las propias apetencias hasta ser capaz de entregarlo todo y entregarse del todo; ahora el que quiera ser ensalzado tendrá que vivir en humildad; ahora el que quiera ser primero deberá ser último; ahora el camino que lleva a la vida pasa por la muerte más ignominiosa aceptada sólo por amor; ahora descubrimos en Dios el amor más loco, más apasionado, tan totalmente volcado que es capaz de vaciarse de sí mismo...
Para expresar tanta novedad Jesús y los cristianos se dejaron interpelar por las imágenes impactantes de la apocalíptica: lo más estable que existe, lo que nunca cambia, las montañas, el sol, la luna y los astros caerán, cambiarán, serán convulsionados por el estremecimiento cósmico que supone la cruz de Jesús. No porque pensemos que estas cosas van a suceder literalmente, sino porque nos referimos a lo más estable de la historia humana, que ha sido y sigue siendo la codicia y el ansia de poder; a lo más sólido de nuestro sistema económico antes y ahora, que es la ganancia del más rico contra el más pobre; a lo único realmente globalizado, que es la pobreza y la miseria.
Todos estos procesos internos de la historia que funcionaban antes como funcionan ahora, han sido heridos de muerte por el mensaje, la vida y la entrega de Jesús. Todo se tambalea gracias a él. Éste es el mensaje. Ésta es la esperanza. Esto es trabajar por el Reino, por la paz, por la auténtica vida llena del Espíritu de Dios.

El evangelio de hoy añade más cosas. Jesús se refiere a la parábola de la higuera, que no es una parábola en forma de relato como de costumbre; es la higuera misma, la naturaleza toda, en realidad, la que se convierte en signo de vida nueva. Es la primavera, con su explosión de vida y color, la verdadera parábola de Dios en el mundo. Vivimos todavía en un invierno duro, larguísimo, difícil para muchos, pero ya podemos ver los puntos diminutos de las yemas verdes asomar entre las ramas de la higuera del mundo. Pocos los ven, muchos prefieren ser profetas de desgracias, agoreros de un fin del mundo que no es más que «final» del mundo. Jesús no es así, él ve que brota la vida, para él el fin del mundo es la «finalidad» del mundo: que lleguemos a construir entre todos en la Tierra la vida llena, justa y solidaria que Dios sueña para todos. Que «se haga su voluntad en la Tierra como en el Cielo».

sábado, 7 de noviembre de 2009

Domingo 32º: Jesús el cotilla

Marcos 12,38-44

Jesús enseñaba a la multitud en el templo de Jerusalén y les decía:
—¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Ésos recibirán una sentencia más rigurosa.
Estando Jesús sentado enfrente del cepillo de limosnas del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad, se acercó una viuda pobre y echó un par de moneditas (el equivalente a un cuadrante). Llamando a sus discípulos, les dijo:
—Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.

Vaya, vaya; Jesús también tiene sus ratos de cotilla y se pone a fisgonear las limosnas que echa la gente. ¡Si lo pillan los de la protección de datos!
La limosna era un acto de piedad muy valorado en la sociedad judía –y sigue siéndolo ahora–, está mandada y recomendada en la Biblia y no deja de ser algo loable. Para dar limosna es necesario ser capaz de «desprenderse» de algo propio, lo cual no siempre es difícil, y ni siquiera hay que ser rico para ser codicioso, o simplemente para estar aferrado a las posesiones.

El dinero, no seamos ingenuos, nos da seguridad, bienestar, comodidad, y nos resulta necesario para tener un mínimo de calidad de vida. Los ricos que echan en cantidad en el cepillo no son criticados por Jesús. Lo que Jesús hace es una valoración más profunda, más sutil. No importan las apariencias, no importan ni siquiera las «eficacias», lo que de verdad importa es el corazón humano. Si por algún sitio tenemos que comenzar a cambiar este mundo es por dentro de las personas, por las actitudes, por las intenciones, por las motivaciones más internas.
Los ejemplos los tenemos constantemente: es cierto que los pobres que se mueren de hambre antes que otra cosa necesitan comida, pero inmediatamente después de esa necesidad básica, lo más fructífero es la educación. Transformar por dentro a las personas para que crean en sí mismas, para que sean capaces de ver más allá de sus prejuicios o de los límites de sus costumbres, ampliar miras y confiar en que el mundo puede cambiar... todo este trabajo es el que hacía Jesús con sus discípulos.
Por eso el texto nos dice, casi con urgencia, que en cuanto vio a la viuda pobre, llamó a sus discípulos. Como diciendo: «¡Mirad, mirad! No os perdáis esto...»

Todo el evangelio de hoy pretende cambiar las miras, subrayar el fondo de verdad que hay en el corazón humano y dejar de lado las apariencias que tanto nos fascinan y engañan. Siguen gustándonos demasiado las reverencias, los saludos protocolarios, los puestos de honor, los títulos... nos gusta hacer clasificaciones y escaleras sociales: «cada persona está bien en su nivel, y de ahí que no se mueva». Nos gusta trepar incluso, y dejar a los demás por debajo para subir nosotros.
En nuestra Iglesia, por ejemplo, se nos ha pegado mucho esa manía de dar titulitos y reconocimientos honoríficos, como si sirviesen de algo ante Dios. También hay otros que son muy críticos con los que ostentan esos títulos, pero tan críticos, tan críticos llegan a ser, que casi parece que lo que les mueve es la envidia. O, al menos, parece que le den a los honores tanta importancia que acaban cayendo en el mismo defecto.
Es una pena, pero afortunadamente sigue habiendo mucha gente que no le da valor a los títulos, sino a la vida convencida y entregada del todo.
En la sociedad también se cae frecuentemente en el error de valorar demasiado la apariencia. Dedicamos mucho esfuerzo, tiempo y dinero a cuidar nuestro aspecto. El problema no es cuidarse, el problema está en darle tantísima importancia... y dinero. La apariencia funciona así como un ídolo más, como un diosecillo que se enseñorea de nosotros para que le sirvamos. (Y, como todos los ídolos, acaba exigiendo sacrificios humanos, que en este caso aparecen en forma de anorexias, marginaciones, etc., que, entre otras causas, pueden deberse a la excesiva importancia dada al dios-apariencia).
Jesús no sólo está enseñándonos a ver el mundo de otra manera más profunda, intensa y veraz. Está también a punto de mostrarnos el auténtico camino de la felicidad y la liberación de todos los ídolos. Poco después del episodio que leemos hoy, dará su vida entera por amor a nosotros hasta la última gota de su sangre. Él sí que ha dado «todo lo que tenía para vivir».