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martes, 30 de marzo de 2010

Martes santo

En el evangelio de Juan, Jesús es el Señor. Domina la escena, conoce todo; explica, aunque no le entienden; ofrece signos, aunque no son captados; sabe que le van a traicionar, que le van a negar, pero todo lo interpreta de forma distinta. Para él no llega el tiempo del fracaso, sino la hora de la gloria.
Juan 13, 21-33.36-38
Jesús, profundamente conmovido, dijo: «Os aseguro que uno de vosotros me va a traicionar». Los discípulos comenzaron a mirarse unos a otros, preguntándose a quién podría referirse. Uno de ellos, el discípulo al que Jesús tanto quería, estaba recostado a la mesa sobre el pecho de Jesús. Simón Pedro le hizo señas para que le preguntase a quién se refería. El discípulo que estaba recostado sobre el pecho de Jesús le preguntó: «Señor, ¿quién es?» Jesús le contestó: «Aquel a quien yo le dé el trozo de pan que voy a mojar en el plato». Y mojándolo, se lo dio a Judas Iscariote, hijo de Simón. Cuando Judas recibió aquel trozo de pan mojado, Satańas entró en él. Jesús le dijo: «Lo que vas a hacer, hazlo cuanto antes». Ninguno de los comensales entendió lo que Jesús había querido decir. Como Judas era el depositario de la bolsa común, algunos pensaron que le había encargado que comprara lo necesario para la fiesta, o que diese algo a los pobres. Judas, después de recibir el trozo de pan mojado, salió inmediatamente. Era de noche.
Nada más salir Judas, dijo Jesús: «Ahora va a manifestarse la gloria del Hijo del hombre, y Dios será glorificado en él. Y si Dios va a ser glorificado en el Hijo del hombre, también Dios lo glorificará a él. Y lo va a hacer muy pronto. Hijos míos, ya no estaré con vosotros por mucho tiempo. Me buscaréis, pero os digo lo mismo que ya dije a los judíos: ‘Adonde yo voy, vosotros no podéis venir’». Simón Pedro le preguntó: «Señor, ¿a dónde vas?» Jesús le contestó: «Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora; algún día lo harás». Pedro insistió: «Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Estoy dispuesto a dar mi vida por ti». Jesús le dijo: «¡De modo que estás dispuesto a dar tu vida por mi! Te aseguro, Pedro, que antes de que el gallo cante, me habrás negado tres veces».

¡Hay tantos detalles en esta lectura!
Jesús, el Señor que todo lo sabe, aparece profundamente conmovido, profundamente humano.
Judas vive de noche, en una negra noche que envuelve su corazón y que le lleva a traicionar a su maestro. ¡Cuántas traiciones suceden de noche! Cuánto podemos traicionar nosotros en nuestras noches.
Pedro vive en una falsa luz, en la falsa seguridad en sí mismo; le pierde la boca, como nos puede suceder a nosotros. Habrá de pasar por el dolor de reconocer su pecado; todavía no está preparado para seguir a Jesús, por eso lo seguirá “de lejos”.
Jesús es el único que da la interpretación justa de lo que sucede: la cruz es su gloria. El amor máximo se manifestará sólo en ella.

lunes, 29 de marzo de 2010

Lunes santo

El evangelio nos ofrece la escena de la unción de Jesús en Betania. Marta sirviendo, ¡cómo no!, Lázaro comiendo con Jesús y María despilfarrando el perfume.
Judas expresa lo que muchos de nosotros pensamos: Menudo desperdicio, ¡con la de necesidades que hay en el mundo! Contrastan las actitudes, las vivencias interiores ante la presencia de Jesús.
Juan 12, 1-11
Seis días antes de la Pascua fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado. Allí hicieron una cena en honor de Jesús. Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa comiendo con él. María, tomando unos trescientos gramos de perfume de nardo puro, muy caro, perfumó los pies de Jesús y luego los secó con sus cabellos. Toda la casa se llenó del aroma del perfume.
Entonces Judas Iscariote, uno de los discípulos, aquel que iba a traicionar a Jesús, dijo:
-¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios, para ayudar a los pobres?
Pero Judas no dijo esto porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón y, como tenía a su cargo la bolsa del dinero, robaba de lo que allí ponían. Jesús le dijo:
-Déjala, porque ella estaba guardando el perfume para el día de mi entierro. A los pobres siempre los tendréis entre vosotros, pero a mí no siempre me tendréis.
Muchos judíos, al enterarse de que Jesús estaba en Betania, fueron allá, no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, a quien Jesús había resucitado. Entonces los jefes de los sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque por causa suya muchos judíos se separaban de ellos y creían en Jesús.

El aroma llena toda la casa, toda la comunidad, toda la Iglesia, toda la vida, toda el alma. Esto es lo que consigue María: hacer agradable la vida en la casa, en la comunidad. ¡Qué poco pragmática! Judas sí entiende bien las urgencias: “Los pobres, los pobres; cuánto trabajo hay, cuánto que hacer. Olvidémonos de Jesús, ¿qué importancia tiene…? ¿Qué más da si estamos a gusto en casa, o en la comunidad cristiana, o es simplemente un hotelito, un lugar donde ‘cumplir’ con los ritos religiosos, mientras nos sigamos esforzando por los pobres…?”
María lo ha comprendido de otra manera: a los pobres sí les importa que les llevemos el evangelio vivido en profundidad, experimentado a gusto en la comunidad. Sí les importa que les llevemos el evangelio con amor, y no sólo el pan con pragmatismo.
El evangelio es un despilfarro continuo de amor, Jesús es un derrochador de vida.

domingo, 28 de marzo de 2010

Domingo de Ramos: ¿Qué Mesías?

Lucas 19, 28-40

Jesús seguía su camino, subiendo a Jerusalén. Al llegar cerca de Betfagé y de Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos con este encargo:
-Id a la aldea de enfrente. Al entrar, encontraréis un borrico atado, sobre el que nadie ha montado aún; desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo desatáis, le diréis que el Señor lo necesita.
Fueron los enviados y lo encontraron como Jesús les había dicho. Cuando estaban desatando el borrico, sus dueños les dijeron:
-¿Por qué lo desatáis?
Ellos respondieron:
-El Señor lo necesita.
Ellos se lo llevaron; pusieron sus mantos sobre el borrico e hicieron que Jesús montara en él. Según iba avanzando, extendían sus mantos en el camino.
Cuando ya se iba acercando a la bajada del monte de los Olivos, los discípulos de Jesús, que eran muchos, llenos de alegría estallaron en gritos de alabanza a Dios por todos los milagros que habían visto. Decían:
-Bendito el Rey que viene en nombre del Señor. ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!
Algunos fariseos de entre la gente le dijeron:
-Maestro, reprende a tus discípulos.
Pero Jesús respondió:
-Os digo que si éstos callaran, empezarían a gritar las piedras.

Reflexión y oración
  • ¿Jesús es el mesías triunfal o no? Entra en Jerusalén aclamado por la multitud, como correspondía al enviado de Dios..., pero montado en un borrico que expresa su humildad.

  • Señor, ¿qué Mesías espero yo en mi vida? ¿Espero el triunfo exterior, como hacían tantos judíos? ¿Asumo la humildad de tu mesianismo?

  • Dame luz para entender tu victoria poderosa que sólo se refleja en pequeños y humildes gestos. Ayúdame, Señor, a llamarte "todopoderoso", no por mis expectativas de triunfo, sino por tu poder de darte totalmente, de amar hasta la muerte.

sábado, 20 de marzo de 2010

Domingo 5 Cuar.: La adúltera y el perdón

Juan 8,1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron:
—Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
—El que esté libre de pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último.
Y quedó solo Jesús y la mujer en medio, de pie.
Jesús se incorporó y le preguntó:
—Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?
Ella contestó:
—Ninguno, señor.
Jesús dijo:
—Tampoco yo te condeno. Anda, y a partir de ahora no peques más.


De nuevo los escribas y fariseos se acercan a Jesús para ponerlo a prueba, para tenderle una trampa. En otra ocasión le preguntaron si debían pagar impuestos al César. Respondiese lo que respondiese, iba a quedar mal: si decía que sí, los judíos le rechazarían, oprimidos como estaban por la presión fiscal de los romanos; si decía que no, los romanos podían acusarlo de alborotador y enemigo del imperio. Ahora la situación es parecida. La ley de Moisés dejaba claro que la adúltera debía morir, pero en cambio los romanos no dejaban que los judíos aplicasen la pena capital por su cuenta (sí les permitían condenas menores, pero ajusticiar a una persona estaba reservado al juicio romano). Si Jesús reconocía que la adúltera debía morir, ponía en entredicho todo su mensaje centrado en la misericordia de Dios, su actitud de acogida a los pecadores y, además quedaría mal ante los romanos. Por otro lado, si Jesús no aceptaba la muerte de la adúltera iba a quedar muchísimo peor, se estaría rebelando contra la mismísima ley de Dios; aquello hubiese supuesto el fin de todo su movimiento, ningún judío podía ser seguidor de alguien que negase frontalmente la ley de Moisés.

La situación es tensa, dramática. La mujer, puesta en medio, quizá llorosa, o quizá simplemente paralizada, mira alrededor. La gente que escuchaba a Jesús se queda a la expectativa, ¿qué responderá? Los escribas y fariseos, con la sonrisa torcida, se felicitan por una trampa tan ingeniosa.
Jesús, en cambio, como si la cosa no fuese con él, se agacha y se pone a escribir en el suelo.

Los escribas y fariseos se impacientan. «¿Por qué no responde Jesús? ¡Necesitamos una respuesta! ¿Qué es lo que escribe en el suelo? ¿Son esos nuestros nombres? ¿Por qué escribe Jesús nuestros nombres en la tierra?»

Jesús se cansa y se incorpora. Con una de sus frases geniales va a la médula del asunto: «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.» La frase explica su gesto simbólico, y de nuevo vuelve a escribir en el suelo.
Los acusadores recibieron el impacto de las palabras de Jesús, y quizá de su gesto. ¿Por qué se marchan? Habían llevado ante Jesús a una mujer que era, con toda evidencia, pecadora. No se trata de juzgar un caso ambiguo, la ley de Moisés no daba lugar a dudas. No sabemos si llevaban en las manos las piedras para lapidarla (en el templo no se apedreaba), pero seguro que tenían ya pensado el lugar, saliendo de la ciudad, donde hacerlo. Un simple gesto de Jesús y una simple frase les vuelve toda la vida del revés. Los escribas y fariseos conocían al dedillo la ley y los profetas. Por eso es posible que el gesto de Jesús y sus palabras les trajesen a la memoria un texto del profeta Jeremías:
Tú eres, Señor, la esperanza de Israel,
y todos los que te abandonan
quedarán confundidos;
los que se separan de ti
sobre la tierra serán escritos,
porque abandonaron a Señor,
fuente de agua viva.
(Jeremías 17,13)

Jesús no entra a discutir la ley ni la condena, tan sólo les pide que se interroguen sobre su propio pecado. Quizá sea por eso que los más viejos se dan cuenta antes que los jóvenes; ellos han tenido una vida más larga, y más posibilidades para pecar. Sea como sea, acaban marchándose todos, hasta el último.
Al final, Jesús es el único que tiene auténtica autoridad para condenar a la mujer. Pero decide no hacerlo, sin embargo, tampoco acepta el pecado, pues le indica, que «a partir de ahora, no peque más».

La lectura superficial de este texto lleva a pensar que a Jesús le da igual el pecado. Como si el perdón fuese algo tan sencillo como decir: «no pasa nada». No es cierto, sí pasa, y pasa mucho. La ley de Moisés dice que el pecador merece la muerte, y Jesús no desmiente esta ley. El pecado nos destruye interiormente, deshace nuestra autenticidad y nos convierte en lo que no somos, nos hace inhumanos; además, el pecado deja restos, se alimenta de sí mismo, y se puede convertir en hábito destructivo. La muerte que conlleva el pecado no es un «castigo de Dios» que venga desde fuera, es el resultado intrínseco de faltar a nuestra propia esencia, de trastocar nuestra vida, de llegar a ser lo contrario de lo que somos. Si fuimos creados como imágenes de Dios, que es bondad y amor, nosotros tenemos la libertad de llegar a encarnar el mal, el odio, el rencor.
Jesús no le dice a la adúltera que «no pasa nada», no le da una palmadita en la espalda diciéndole «estas cosas se arreglan». Jesús no niega que merezca la condena, ella la merece, pero Jesús la perdona. La última frase de Jesús carga las tintas en el «a partir de ahora». ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido en ese «ahora»? Precisamente el perdón regalado, gratuito, de Jesús.
El perdón de Jesús es un acontecimiento nuevo, supone un cambio, un punto de inflexión, una fractura en la vida de la pecadora. «Antes» y «ahora» son dos realidades distintas. En el «antes» reina el pecado, en el «ahora» sobreviene gratuitamente el perdón misericordioso de Dios. Es precisamente ese perdón, como acontecimiento transformador, el que hace posible que la mujer «ya no peque más». No se trata simplemente de un «venga, inténtalo», sino de la gracia de Dios que viene a nuestra vida para hacer posible el arrepentimiento. El ser humano sin Dios no puede salir del círculo vicioso del pecado; el amor de Dios se derrama sobre él en forma de perdón para darle la posibilidad de romper este círculo y recomenzar de nuevo.
Pero lo que la pecadora no sabe, es que hay alguien que sí va a morir en su lugar; será el propio Jesús, que cargando los pecados de todos, dará su vida en la cruz. La muerte y resurrección de Jesús será el auténtico punto de inflexión de la historia, la auténtica fractura entre el «antes» y el «ahora» del tiempo universal.

domingo, 14 de marzo de 2010

Domingo 4 Cuar.: ¿Te apuntas a la fiesta?

Lucas 15,1-3.11-32

Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:
—Este acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola:
—Un hombre tenía dos hijos; el menos de ellos dijo a su padre:
»—Padre, dame la parte de la herencia que me toca.
»El padre les repartió los bienes.
»No muchos días después, el hijo menos, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
»Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago con las algarroba que comían los cerdos. Y nadie le daba nada.
»Recapacitando entonces, se dijo:
»— Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.’
»Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
»Su hijo le dijo:
»—Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
»Pero el padre dijo a sus criados:
»—Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado.
»Y empezaron el banquete.
»Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile y, llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó:
»—Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.
»Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre:
»—Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mi nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con prostitutas, le matas el ternero cebado.
»El padre le dijo:
»—Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado.

La llamada ‘parábola del hijo pródigo’, o mejor, la parábola del padre bueno, es una de las páginas más bellas de la Biblia, y quizá de la literatura. Es un texto que se mantiene en pie a pesar de todos los pecados e infidelidades de los hombres. Cuando todo parece haber perdido su sentido, cuando el mal triunfa y se enseñorea de la propia vida, cuando la noche oscura atenaza el alma, la parábola del padre bueno mantiene firme su invitación a la reconciliación, su perdón indestructible y descarado. Siempre hay una salida, siempre, parece ser el mensaje que Dios quiere gritar a nuestros tímpanos endurecidos con esta parábola.

Al padre le interesan poco los convencionalismos. En aquella época, un hacendado importante no se dejaba ver corriendo ni manifestando su cariño tan efusivamente como lo describe la parábola. Pero a él, qué más le da. Su hijo ha vuelto, y aquello le supone un cambio tan radical en su existencia que todo lo demás no importa. ¿Es sincero el hijo menor? Quién sabe; sus palabras podrían ser tan sólo un discursito preparado para enternecer al padre. O bien, podría manifestar un arrepentimiento auténtico. Los especialistas no se ponen de acuerdo en este punto, y seguramente el evangelista nos diría que le da igual, que nos fijemos en el amor del padre, que sobrepasa todo cuanto el hijo pecador podía esperar. Él es el auténtico protagonista de la parábola, él es el «padre que tenía dos hijos», y, sin sus hijos, deja de ser padre, deja de tener identidad, deja de ser él mismo. Éste es el drama de esta familia, que «un hombre tenía dos hijos», pero ha perdido los dos en el campo...

Sí, el hijo mayor también está perdido, y también en el campo, igual que el hijo menor. La gran diferencia es que el campo en el que estaba el hijo mayor era el propio del padre, pero eso tan sólo va a hacer más difícil su arrepentimiento. Porque para arrepentirse, lo primero es darse cuenta de que se ha pecado.

El hijo mayor, nada más aparecer, se niega a entrar en su propia casa, con todo el derecho que tiene, y prefiere informarse por terceras personas, en vez de ir a hablar directamente con su padre. Cuando éste sale a convencerlo, al mayor le pierde la boca. Sus propias palabras no tienen desperdicio porque muestran hasta qué punto el hijo mayor estaba también perdido sin necesidad de marcharse de casa.

Para empezar, el hijo menor, el pecador, el rechazado por su hermano mayor, siempre que se dirige a su padre le llama, precisamente, «padre». Aunque sea para pedirle su mitad de la herencia, lo cual era una barbaridad, porque era casi como decirle a su padre: «Para mí como si estuvieses ya muerto y así heredo». Pues incluso para decirle barbaridades, siempre le llama «padre». En cambio, el hijo mayor, el que se supone hijo modélico y perfecto, no es capaz de reconocer en aquel hombre a su padre y empieza sus palabras con un «mira» tan insolente que muchos otros padres le hubiesen cruzado la cara sólo por eso.

Y lo que sigue es peor: «Tantos años te sirvo sin desobedecer nunca una orden tuya...» Pero bueno, ¿con quién está hablando? ¿En qué está pensando el hijo mayor? Por sus palabras parece que habla un soldado con su general, o mejor, un jornalero con su señor. Éste es el auténtico pecado del hijo mayor, del que no se da ni cuenta. Para él su padre no es más que un jefe que le trata como a un jornalero. ¡Precisamente lo mismo que pensaba el hijo menor: «trátame como a uno de tus jornaleros»!

Pero sigamos, que ahora sí que la va a fastidiar del todo: «nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos». Ya está; las cartas sobre la mesa están vueltas hacia arriba, el hijo mayor se ha retratado. Ya sabemos qué es lo que más ilusión le hace: comerse los bienes del padre con otras personas, fuera de casa. ¡Pues lo mismo que ha hecho el hijo menor!

El hijo mayor no reconoce que su padre es su padre, no le interesa entrar en su propia casa, no quiere hacer una fiesta con su propio padre, no acepta que su hermano sea su hermano; él sí quiere hacer fiesta, pero no con su padre, sino fuera de la casa, lejos de su padre. En el fondo, el hijo mayor desea lo mismo que el menor, sólo que el menor, quizá porque es más valiente, o más ingenuo, ha sido capaz de cumplir su deseo, y el hijo mayor no. El hijo menor se ha enfrentado con la realidad: vivir lejos del padre le ha hundido en la miseria, y vuelve con la esperanza mermada por las dificultades. El padre aprovecha esta situación para restituirlo del todo en su condición de hijo, que es mucho más de lo que él podría haber soñado.

En cambio el hijo mayor no se ha marchado «físicamente», aunque su corazón sí está lejos del padre. Por eso no siente la necesidad del perdón, por eso no se da cuenta de su propio pecado. ¿Qué puede hacer el padre más que salir de casa e invitarle a la fiesta? (¡Que casualidad!, es lo mismo que ha hecho con el hijo menor: salir de casa e invitarlo a la fiesta).

¿Cómo termina la parábola? Ahí está el quid. Esta es la clave que Lucas ha querido dejar en el aire. La parábola es una invitación, Dios mismo nos invita a su gran fiesta, al gran banquete de la acogida, del perdón y del amor sin condiciones. Sólo tendremos un pequeño problema, tendremos que sentarnos junto a los que nos caen mal, junto a aquellos que consideramos pecadores, junto a aquellos que rechazamos; simplemente porque a Dios no le caen mal, porque Dios los perdona y los acoge. ¿Qué haremos? ¿Aceptaremos la invitación, poniendo el amor de Dios por encima de todos los demás criterios? ¿Nos quedaremos fuera de la casa, enfadados, por toda la eternidad?

La respuesta no se encuentra escrita, la tenemos que escribir nosotros con nuestra propia vida.
La invitación está lanzada. La fiesta preparada. ¿Vas a ir?

domingo, 7 de marzo de 2010

Domingo 3 Cuar.: La samaritana

Juan 4, 5-30

En aquel tiempo, Jesús llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta.

Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber». Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice a la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva». Le dice la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?». Jesús le respondió: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna».

Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla». El le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá». Respondió la mujer: «No tengo marido». Jesús le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad».

Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar». Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad».

Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo». Jesús le dice: «Yo soy, el que te está hablando».

En esto llegaron sus discípulos y se sorprendían de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: «¿Qué quieres?», o «¿Qué hablas con ella?». La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». Salieron de la ciudad e iban donde Él.

El evangelio nos presenta un diálogo lleno de detalles y símbolos. Al principio Jesús aparece cansado, humano, pero aún así seguirá con su misión de anunciar el evangelio. La mujer samaritana aparece por el pozo a una hora extraña, al mediodía. Lo normal era ir de buena mañana, para hacer el pan y tener agua para el día. Después sabremos que la mujer ha tenido cinco maridos, entonces comprenderemos que sea una mujer marcada por las habladurías de los otros, que prefiera estar sola...
Jesús le pide de beber, y aunque parezca un gesto sencillo, en realidad está rompiendo muchos prejuicios: Los judíos no hablaban con samaritanos, los varones no hablaban en público con mujeres, y aún menos de temas religiosos. Jesús es libre, no se siente atado por los prejuicios sociales de su época; su sencillez es un modelo para nosotros, simplemente tiene sed. A través del gesto de pedir de beber, Jesús nos resulta cercano, cotidiano; Jesús se nos presenta en nuestro día a día, a nuestro alcance. Sólo falta reconocerlo.
La mujer se sorprende, no es capaz de superar los prejuicios culturales y sociales; pero Jesús no entra en la discusión, cambia de tema y se preocupa por lo más profundo: «Si conocieses el don de Dios, y quién te pide de beber...» Si conociésemos de verdad a Jesús, si fuésemos capaces de reconocerlo constantemente, en todos los acontecimientos de nuestra vida...
El Don de Dios es el Espíritu Santo, simbolizado también en el «agua viva» que Jesús ofrece.
Pero la mujer no le entiende; «agua viva» en aquella época significaba también «agua corriente». Ella piensa sólo en el agua física, y acaba pidiéndole aquello que Jesús no da: la satisfacción inmediata de las necesidades superficiales. ¿Y nosotros? ¿Dónde buscamos el agua viva? ¿A qué pozo nos acercamos para encontrar felicidad y alegría? ¿Nos acercamos a Dios? ¿Nos quedamos quizá en nuestro egoísmo o comodidad? ¿Nos entregamos por amor como Jesús hizo?
Como la mujer no comprende, Jesús cambia de tema. Le pregunta por su vida: «Trae a tu marido», y la samaritana responde que no tiene marido. En aquella época, una mujer sin marido era una mujer solitaria, desprotegida, indefensa. Ahora comprendemos que la mujer vive una vida vacía, hueca, de soledad y decepción.
Jesús le pone delante de los ojos, con brusquedad, la verdad de su vida: «Has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es tu marido».
Nos resulta muy difícil aceptar la verdad con tanta crudeza. La mujer podría sentirse ofendida y marcharse. Recordemos al joven rico, que cuando comprendió la exigencia de Jesús de venderlo todo y seguirle, se marchó entristecido.
Jesús se arriesga en el diálogo con la samaritana y ella comprende por fin: «Jesús es un profeta». Entiende todo el diálogo anterior: se da cuenta de que Jesús no hablaba de agua física, sino que, como los profetas, hablaba en símbolos. Ser un profeta es algo muy importante: significa venir de parte de Dios para anunciar Su palabra. Si la mujer reconoce a Jesús como profeta, ha dado un paso importante para aceptar a Jesús.
Por eso, en seguida, le lanza la pregunta que tanto preocupaba a los samaritanos: ¿Dónde se debe adorar a Dios? ¿En el monte Garizim, de Samaría, o en Jerusalén?
La respuesta de Jesús, como siempre, va a lo profundo. La duda de la mujer es demasiado superficial. El culto no se decide en cuestiones tan externas: el lugar, la montaña, la ciudad... Ahora que ha llegado Jesús, el culto, es decir, la relación con Dios, se encuentra en la profundidad de la persona, en su espíritu, que es donde habita el Espíritu de Dios, donde se encuentra la verdad de uno mismo.
Al final del diálogo, la mujer manifiesta su esperanza: Ha de venir el Mesías, el enviado de Dios que nos lo explicará todo, gracias a él lo entenderemos todo y podremos dar culto auténtico a Dios.
Ahora puede Jesús manifestarse abiertamente y decirle: «Yo soy el Mesías».
Jesús es un buen educador. Si hubiese dicho al principio que era el Mesías, la mujer no le hubiese tomado en serio. Pero Jesús ha ido buscando las preocupaciones de la samaritana, se ha hecho cercano con el gesto simple de pedirle agua, le ha hablado con el símbolo del agua, le ha puesto la vida ante los ojos para que se reconociese vacía y necesitada de sentido, ha hecho de maestro explicándole el auténtico culto. Después de todo el diálogo, la mujer puede comprender quién es Jesús: El Mesías esperado por su pueblo, el Mesías que ella misma espera.
Encontrarse con Jesús cambia su vida totalmente, deja el cántaro y corre al pueblo a anunciar la llegada de Jesús. Es la primera «evangelizadora», la primera discípula de Jesús que predica a los demás el Evangelio. Quien ha descubierto a Jesús, queda transformado, y necesita transmitirlo.

Podemos preguntarnos: ¿Es ésta nuestra experiencia? ¿Nos hemos encontrado con Jesús? ¿Nos ayuda a ver la verdad de nuestra existencia? ¿Dejamos que nos diga la verdad? ¿Anunciamos su nombre?
Pidámosle, sobre todo, a Jesús, que nos dé el agua viva, el don del Espíritu Santo, para poder caminar con él hacia la vida eterna, que es la vida auténtica, la que se vive en profundidad y apasionamiento en el mundo, y se disfruta para siempre en compañía de Dios.