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sábado, 14 de junio de 2008

¡A la fruta fresca!

El Señor, tu Dios, te va a introducir en una tierra buena; tierra de torrentes, de fuentes, de aguas profundas, que brotan en el fondo de los valles y sobre los montes; tierra de trigo y cebada, de viñas, higos y granados; tierra de olivos, aceite y miel. Comerás hasta saciarte y bendecirás al Señor tu Dios, en la buena tierra que te da.
Dt 8,7-8.10
En este fragmento tan nutritivo del Deuteronomio, el quinto libro de la Biblia y uno de los más sagrados para los judíos, Moisés recuerda la promesa de Dios al pueblo de darle una nueva tierra llena de agua y, por tanto, de riquezas vegetales. Sabemos que no fue Moisés quién escribió ese libro, sino que se redactó más tarde siguiendo una historia compleja, pero en realidad no es ese el tema de hoy.
Para mucha gente las frutas y verduras aparecen en los campos y en los árboles sin mayor admiración, así como muchos niños pueden creer que los billetes aparecen en las carteras de sus padres como si criasen (hay también otros niños que no creen eso, porque nunca han visto ningún billete).

En cambio, para los hebreos, todo cuanto tenían o podían tener era un regalo de Dios. Pero no de esos regalos a granel que hacen las multinacionales cuando promocionan un nuevo producto; no eran regalos anónimos.
Dios les regalaba a ellos, precisamente a ellos, por amor, por elección de su voluntad, aquellos manjares de los que podían disfrutar.
Ciertamente, todavía hoy, Israel es un país de un clima y situación benévolos para muchos tipos de productos de agricultura templada y subtropical.
A ellos les gustaba expresarlo en estos siete productos del campo: el trigo y la cebada, la uva los higos y las granadas, el aceite y los dátiles. Todos estos manjares se los regalaba a Dios, y provocaba en ellos la bendición.
No se trataba sólo de llenar la panza, iban mucho más allá. Reconocían que Dios llenaba sus vidas, les llenaba de sentido, dándoles la vida en forma de alimento a partir de la vida en forma de amor y elección que había dado a su pueblo.
Y no se quedaban quietos al reconocerlo, se movían a su vez en un canto de alabanza y bendición que era la respuesta agradecida de quien reconoce el amor de su Dios.

En algunos hogares sigue presente la costumbre de bendecir la mesa antes de comer. A veces tenemos tanta prisa que no le encontramos sentido. En realidad, bendecir la mesa es reconocer que comer tiene sentido, porque la vida entera lo tiene en el Dios que nos ama con locura.

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