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domingo, 31 de enero de 2010

Domingo 4 C: ¡Necesitamos profetas!

[Os traigo hoy el comentario de José Antonio Pagola para el evangelio de este domingo. Muy interesante, en su línea crítica y exigente. Procede de www.eclesalia.net.]

«Un gran profeta ha surgido entre nosotros». Así gritaban en las aldeas de Galilea, sorprendidos por las palabras y los gestos de Jesús. Sin embargo, no es esto lo que sucede en Nazaret cuando se presenta ante sus vecinos como ungido como Profeta de los pobres.

Jesús observa primero su admiración y luego su rechazo. No se sorprende. Les recuerda un conocido refrán: «Os aseguro que ningún profeta es bien acogido en su tierra». Luego, cuando lo expulsan fuera del pueblo e intentan acabar con él, Jesús los abandona. El narrador dice que «se abrió paso entre ellos y se fue alejando». Nazaret se quedó sin el Profeta Jesús.

Jesús es y actúa como profeta. No es un sacerdote del templo ni un maestro de la ley. Su vida se enmarca en la tradición profética de Israel. A diferencia de los reyes y sacerdotes, el profeta no es nombrado ni ungido por nadie. Su autoridad proviene de Dios, empeñado en alentar y guiar con su Espíritu a su pueblo querido cuando los dirigentes políticos y religiosos no saben hacerlo. No es casual que los cristianos confiesen a Dios encarnado en un profeta.

Los rasgos del profeta son inconfundibles. En medio de una sociedad injusta donde los poderosos buscan su bienestar silenciando el sufrimiento de los que lloran, el profeta se atreve a leer y a vivir la realidad desde la compasión de Dios por los últimos. Su vida entera se convierte en "presencia alternativa" que critica las injusticias y llama a la conversión y el cambio.

Por otra parte, cuando la misma religión se acomoda a un orden de cosas injusto y sus intereses ya no responden a los de Dios, el profeta sacude la indiferencia y el autoengaño, critica la ilusión de eternidad y absoluto que amenaza a toda religión y recuerda a todos que sólo Dios salva. Su presencia introduce una esperanza nueva pues invita a pensar el futuro desde la libertad y el amor de Dios.

Una Iglesia que ignora la dimensión profética de Jesús y de sus seguidores, corre el riesgo de quedarse sin profetas. Nos preocupa mucho la escasez de sacerdotes y pedimos vocaciones para el servicio presbiteral. ¿Por qué no pedimos que Dios suscite profetas? ¿No los necesitamos? ¿No sentimos necesidad de suscitar el espíritu profético en nuestras comunidades?

Una Iglesia sin profetas, ¿no corre el riesgo de caminar sorda a las llamadas de Dios a la conversión y el cambio? Un cristianismo sin espíritu profético, ¿no tiene el peligro de quedar controlado por el orden, la tradición o el miedo a la novedad de Dios?

domingo, 17 de enero de 2010

Domingo 2 C: ¡Venga ese vino!

Juan 12,1-11

Había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo:
—No les queda vino.
Jesús le contestó:
—Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora.
Su madre dijo a los sirvientes:
—Haced lo que él os diga.
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo:
—Llenad las tinajas de agua.
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les mandó:
—Sacad ahora y llevádselo al mayordomo.
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo:
—Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora.
Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él.

Los banquetes de las bodas que se celebraban en Palestina en el siglo I podían durar días, algunos hasta una semana. El vino en concreto era un elemento imprescindible, signo de la alegría y de la fiesta; si faltaba a mitad de banquete, la pareja recién casada quedaría marcada por los vecinos: «aquellos a los que se les acabó el vino en la boda».
María, la madre de Jesús, aparece atenta a los problemas de la pareja y acude a Jesús para sugerirle, con mucho tacto, que ponga remedio.
Pero a Juan le interesa muy poco contarnos una anecdotilla que sucedió en una boda en una aldeilla remota del Imperio Romano hace centenares de años. Juan, con sus palabras sencillas, nos presenta un universo simbólico lleno de profundidad y de matices, para que nosotros nos metamos en la escena, escuchemos las palabras como dichas a nosotros y vivamos las consecuencias.
Igual que María estuvo entonces atenta a los problemas, también ahora –nos quiere sugerir Juan– lo está a los nuestros. Igualmente ella se acerca a Jesús para sugerirle la ayuda.
La respuesta de Jesús es sorprendente, parece un rechazo pero no lo es, pues sabemos que al final sí realizó el signo. Por eso decimos que la contestación de Jesús debe tener un significado más hondo: menciona la «hora». Es una forma de decir que Jesús no vino al mundo para poner parches a nuestros problemillas (oye, Jesús, que se me ha estropeado la cafetera, ¿tienes milagritos electrónicos a buen precio?). La «hora» de Jesús es la hora de su entrega, el momento máximo del amor de Dios derramado en el mundo cuando aceptó la cruz para nuestra salvación. La frase chocante de Jesús sitúa las cosas en su sitio. Jesús sí va a hacer el milagro, pero no porque importe tanto el vino de un banquete, sino porque significa la alegría del «banquete» eterno que los profetas anunciaban: símbolo de la venida de Dios al mundo.
María insiste ante la aparente negativa: «Haced lo que él os diga». También aquí las palabras van dirigidas directamente a nosotros, lectores y oyentes del evangelio. Lo que él nos dirá aparecerá varias veces a lo largo del texto, pero el resumen es muy sencillo: «amaos los unos a los otros como yo os he amado».
Y Jesús no tiene otra ocurrencia que utilizar las tinajas de las purificaciones para el milagro. ¿Por qué no pidió que cogiesen los barriles o tinajas vacías donde había estado el vino? Quizá porque la cosa tiene más miga que se nos suele escapar. Pero para ello hay que explicar un poco el contexto:
Los judíos en tiempo de Jesús seguían multitud de ritos y costumbres de purificación. No se trataba sólo de lavarse las manos por higiene, que también, sino de una forma de comprenderse a sí mismos ante Dios que subrayaba de forma exagerada la impureza, la indignidad del ser humano ante la grandeza y santidad de Dios. Todas las normas debían ser seguidas escrupulosamente y los que no lo hacían, que eran mayoría, eran considerados impuros para el culto y algo así como «indignos» ante Dios.
Jesús, como sabemos por muchos pasajes de los evangelios, rechazó esa imagen de Dios y esa vivencia de la religión, que tantas veces olvidaba lo fundamental: la justicia y la solidaridad que Dios quería para todas sus criaturas.
Las tinajas para las purificaciones sólo debían contener agua, llenarlas de otra cosa las convertía en impuras (atención, aquí la palabra «impuro» no tiene nada que ver con ningún pecado, simplemente eran «inadecuadas para el culto», y debían ser purificadas). Los sirvientes podrían haber argumentado en contra de Jesús: «No, esas tinajas no, vamos a coger estas otras que también sirven». Pero la intención del evangelista es más profunda: Si Jesús dice que vamos a coger esas tinajas, vamos a cogerlas. ¿Eso no significa dejarlas «impuras»? Sí. ¿Eso no significa cambiar las costumbres rituales? Sí. Significa mucho más: Jesús se nos ha puesto en plan subversivo. Pero vamos a ser serios de una vez: Si Jesús llega a tu vida, tus antiguas costumbres van a cambiar. Si Jesús se cruza en tu camino, tu existencia va a quedar vuelta patas arriba.
Los que escuchaban el evangelio se habían hecho cristianos ya de adultos, y sabían que significaba eso; la mayoría de nosotros somos cristianos desde niños, y ya va siendo hora de que nos planteemos que diferencia mi vida de lo que sería sin fe. Si tenemos nuestro tiempo reservadito para nuestras cosas, si tenemos una parte de nuestro dinero guardado para a saber qué, si tenemos nuestras costumbres, nuestras manías, nuestras convicciones... es posible que Jesús se cruce en nuestro camino y nos sorprenda dándoles la vuelta como un calcetín: «Ese dinero que tenías apartado, esas horitas que querías quedarte para ti... Todo eso lo quiero yo porque lo necesitan los pobres, lo necesitan tus hermanos. Cambia tus costumbres anquilosadas, atrévete a escuchar un mensaje realmente nuevo y distinto, atrévete a ser realmente alternativo/a...»
El final del texto es paradójico a más no poder. Dice que Jesús «manifestó su gloria», justo después de contarnos la anecdotilla del despiste del mayordomo. Vamos, que allí nadie se enteró del milagro, ¿cómo dice Juan que manifestó su gloria? Pues porque sólo sus discípulos creyeron más, los demás invitados de la boda siguieron bebiendo tan tranquilos.
El mensaje de Juan es claro, y quizá un poco duro: Jesús pasa por tu vida, eso tenlo claro, pero Jesús es capaz de transformar ante tus narices seiscientos litros de agua en vino sin que te enteres; si no estás dispuesto/a a cambiar tus costumbres, a poner en entredicho tu comodidad, a «hacer lo que él te diga», Jesús pasará de largo y tú ni te enterarás; por Jesús no te va a imponer nada. En cambio, si llevas por la vida los ojos abiertos, si eres capaz de escuchar la propuesta susurrada de María: «Haz lo que él te diga»; si no te tomas tan en serio lo que hace rígida tu vida; si eres flexible para aceptar lo auténticamente alternativo del mensaje de Jesús, entonces, ¡oh maravilla!, verás la Gloria de Dios donde menos te los esperes. Quizá en un simple vaso de vino compartido, en una hogaza de pan repartida entre hermanos.

sábado, 9 de enero de 2010

Domingo. Bautismo: El primer amor.

Lucas 3,15-16.21-22

El pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías. Él tomó la palabra y dijo a todos:
—Yo os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo, y yo no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma y vino una voz del cielo:
—Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.

En este domingo celebramos una fiesta un tanto sorprendente y peculiar, el Bautismo de Jesús.
En principio, en el bautismo, en el nuestro, hemos sido hechos hijos de Dios y se nos ha liberado del pecado. El bautismo de Juan era distinto, pero servía igualmente de signo de conversión y arrepentimiento por los pecados. Pero Jesús, claro, no tenía necesidad de «ese» bautismo.
Los evangelios, los cuatro, nos traen esta escena y esto significa en principio dos cosas: que para ellos es importante y que tiene alguna base histórica.

Juan Bautista es visto, sobre todo en Lucas, como el precursor de Jesús, el último gran profeta del Antiguo Testamento. En el texto de hoy Juan deja paso a Jesús. Él llamaba a la conversión y predicaba una vida ética, honrada. Jesús irá más allá y llamará al seguimiento, a una vida nueva, totalmente renovada, que él regalará.
Algunos compatriotas creían que Juan era el mesías, el libertador que estaba esperando el pueblo de Israel, pero Juan mismo se encarga de desmentirlo, no se siente digno ni siquiera de hacer la tarea de esclavo de desatar las sandalias. Juan, como decimos, preparaba el camino; ahora le toca el turno a Jesús.
La base histórica del asunto consiste en que Jesús se hizo bautizar por Juan y, por tanto, es posible que perteneciese a su movimiento al menos al principio. No sabemos los detalles, pero podemos intuir que el mismo Jesús tuvo su etapa de búsqueda, de comprensión lenta y esforzada de cuál era su misión, de cuál era la voluntad de Dios sobre él.
Por último, los evangelios añaden cada uno sus matices teológicos porque quieren profundizar en el asunto. El bautismo de Jesús es la ocasión de mostrarnos su identidad, quién es Jesús en realidad: el Hijo de Dios, el Amado de Dios.

El mensaje para nosotros es múltiple y sugerente. También Dios nos ilumina el camino de nuestra vida y nuestra misión poco a poco, paso a paso; también nos toca el esfuerzo de buscar, de intentar conocer, de orar. Lucas, de forma especial, insiste en que Jesús estaba orando en el momento de la manifestación de Dios sobre él. Es un tema muy querido por este evangelista.
Igualmente, estamos llamados a escuchar las mismas palabras de Dios sobre nosotros. Dios nos quiere hacer hijos. Nos llama a sentir que el Espíritu Santo viene sobre nosotros y que «se abre el cielo» es decir, que Dios no está distante, no es inalcanzable.
Ante todo Dios nos vuelve a repetir una vez más: tú eres mi hijo, tú eres mi hija, te quiero.
Vivimos en un mundo en el que se nos insiste en que nadie regala nada, en que hay que ganarse el afecto, hay que demostrar lo que cada uno vale. En contra de esta tendencia los evangelios presentan el amor de Dios como el primer paso. Jesús todavía no ha hecho nada, ni ha predicado nada y lo primero que escucha es que Dios le dice: te quiero.
Nuestra vida está apoyada sobre el te quiero de Dios. Eso no nos va a evitar los peligros ni los riesgos como a Jesús no le evitó la entrega y la cruz, todo lo contrario, la entrega y el amor de Jesús se explican a partir de este primer amor de Dios.