En aquel tiempo proclamaba Juan:
-Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.
Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán.
Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo:
-Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.
Con la figura de Juan Bautista, importante desde el principio del Adviento, termina el tiempo de Navidad. El precursor, incansable, sigue con su anuncio del que vendrá detrás de él, el que tiene de verdad el poder de renovarnos con la fuerza del Espíritu Santo. Juan predica un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, él tiene como misión preparar un pueblo bien dispuesto para la llegada del Mesías y la seguirá cumpliendo hasta su último aliento.
Es consciente de su misión y también de su limitación. En esto se manifiesta, además, su humildad y su sinceridad. Porque Juan tuvo éxito, mucho éxito; años después todavía tenía seguidores en ciudades distantes (ver Hechos 19), su mensaje de conversión caló en lo hondo de muchos corazones, de forma que le hubiese costado poco que lo aclamasen como Mesías. Pero él prefiere ocupar su lugar, obedecer la voz de Dios que le ha dado su misión.
Las sandalias eran un símbolo; sólo el propietario podía caminar con ellas sobre sus tierras. Si cedía su derecho a otro se quitaba la sandalia y la entregaba al nuevo beneficiario. Esto es lo que Juan reconoce: sólo Jesús es el auténtico Señor de la comunidad que se está formando a su alrededor, en la espera del Mesías; él sólo es un anunciador, un precursor, no es digno de quedarse con la sandalia del propietario.
Y sin embargo, Jesús se coloca en la cola de los que iban a bautizarse. ¿Por qué, si él no necesitaba limpiarse de ningún pecado? Jesús no tenía necesidad de conversión, pero nosotros sí tenemos necesidad de que Jesús llegue hasta nosotros, hasta nuestra limitación, hasta nuestra humanidad llena de luces y sombras. Jesús se hace totalmente solidario con nosotros, Dios mismo, que ha venido a vivir con nosotros, no ha venido a vivir "como Dios", sino como cualquier ser humano. Por eso nosotros sí necesitamos que Jesús sea bautizado.
En este abajamiento humilde de Jesús sucede la revelación del misterio más grande: Dios nos ama. Jesús es su Hijo amado, y también nosotros, por Jesús, somos sus hijos predilectos.
En nuestra sociedad resulta difícil hacerse un hueco, parece imprescindible ascender a codazos, hundiendo a los demás, para destacar, para ser reconocidos, para que todos nos digan que nos valoran, que nos quieren. En contra de esto, Dios nos ama desde el principio, antes de que hagamos nada, bueno ni malo, antes de que "nos lo merezcamos", antes de que podamos "demostrar cuánto valemos". Dios empieza amando, ofrece su amor gratuito, incondicional, sin pedir nada a cambio. Tan sólo nos queda abrir nuestro corazón para acogerlo. Nuestro amor a los demás, nuestra solidaridad y nuestra lucha por la justicia no es una búsqueda de "méritos" ante Dios, para que nos quiera y nos premie, es, simplemente, una respuesta al amor desbordante que él vierte sobre nosotros, y seguirá vertiendo aunque fallemos, aunque caigamos, aunque insistamos en nuestras recaídas.
Dios nos ama, y este es el punto firme a partir del cual los cristianos podremos anunciar el evangelio. Ni la moral, ni la doctrina, ni el modo de vida son lo primero, todo eso son respuestas agradecidas a una iniciativa de amor que parte de Dios.
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